Desde sus remotos orígenes, Roma estuvo
habitada por tres tribus (latinos, etruscos y sabinos). Una tribu constaba de
diez curias o barrios,
cada uno de los cuales aportaba a la defensa de la ciudad cien
soldados de infantería (centuria) y diez de caballería (decuria). El total,
treinta centurias y
treinta decurias, hacía la legión, es decir, el ejército de Roma.
En su
origen este ejército romano sólo alistaba a los ciudadanos censados, los romanos
de toda la vida, por lo tanto excluía a los proletarii,
descendientes de los emigrantes
que fueron llegando después, que no figuraban en el censo.
En un principio la exclusión parecía natural. Los romanos de pleno derecho,
los censados, poseían las propiedades, eran los dueños de la ciudad. Puesto que
ellos eran los realmente interesados en la supervivencia de Roma, a ellos
competía su defensa. Estos ciudadanos legionarios se costeaban armas y equipo
de su propio peculio y sólo eran convocados en caso de peligro. No existía
ejército permanente.
Así fue durante varios siglos, pero en tiempos de César, un
general, Mario, reformó
radicalmente el ejército cuando vio las tremendas dificultades de
reclutamiento que hubo de afrontar para alistar los soldados necesarios en la
guerra contra Numidia. ¿Por qué seguir desaprovechando la estupenda cantera
de reclutas que encerraban las clases populares de Roma? Mario abolió las
barreras legales que impedían el acceso a las legiones a todo el que aspirara a
la ciudadanía romana. Los
pobres hicieron largas colas delante de las oficinas de
reclutamiento. Estaban encantados, no sólo porque en la milicia tenían posibilidad
de convertirse en ciudadanos romanos, con todos los privilegios que ello
entrañaba, sino porque, además, de este modo podían correr mundo y, con un
poco de suerte, enriquecerse con el botín de las conquistas. Incluso podían
soñar en ascender por
méritos de guerra y retirarse ricos y honrados. Y el que no
aspirara a tanto, por lo menos se conformaba con ver mundo, comer caliente y
recibir regularmente una paga interesante.
El ejército se convirtió en
una ocupación productiva
para los que no tenían ocupación y, en la medida en que los
desheredados iban acogiéndose a sus filas, los romanos acomodados se
convirtieron en objetores y comenzaron a excluirse del servicio militar.
Los soldados proletarios no tenían prisa por licenciarse y firmaban por veinte
años. Como eran gente sin recursos, la ciudad los equipaba. Desde entonces el
armamento se produjo en serie: cascos montefertinos (parecidos a la gorra
hípica, pero con la visera en el cogote), cotas de malla hasta las rodillas,
escudos ovales, espadas
cortas, jabalinas ligeras, sandalias claveteadas, grebas, picos y
palas… El ejército creció, se modernizó, se uniformó, se profesionalizó.
Creció el espíritu
de cuerpo en la familia militar. Los legionarios se sentían más vinculados
al general que los mandaba que a la institución de la que emanaba el poder del
general, es decir, del Senado. El camino estaba abierto para que cualquier
general ambicioso se hiciera con el poder.
Mientras tanto, la máquina militar romana, bien engrasada y puesta a punto,
proseguía la conquista del mundo.
( Juan Eslava Galán en "Julio César, el hombre que pudo
reinar" )
No hay comentarios:
Publicar un comentario