EMPERADOR VESPASIANO |
Quien
echó involuntariamente una mano a los cristianos fue un emperador que tenía
ojeriza a los hebreos y cometió el error imperdonable de perseguirlos,
ayudando, con su dispersión por el Mundo, a la difusión de la nueva Fe.
Vespasiano subió al trono el año
70, después del espantoso interregno que siguió a la muerte de Nerón, con el
que acabó la dinastía de los Julios Claudios. Le sucedió el general rebelde Galba,
un aristócrata no peor que muchos otros, calvo, gordo, con las coyunturas
embotadas por la artritis y la manía del ahorro. Su primer gesto, apenas
proclamado emperador, fue ordenar a cuantos habían recibido donaciones de Nerón
que los devolvieran al Estado.
LOS CUATRO EMPERADORES: GALBA, OTÓN, VITELIO Y VESPASIANO |
Y esto le costó el trono y la vida, pues entre
los beneficiados se hallaban los pretorianos que, al encontrarle, tres meses
después de su proclamación en el Foro, adonde él se hiciera llevar en una
litera, le decapitaron, le cortaron los brazos y los labios y proclamaron
sucesor suyo a Otón, un banquero que había hecho quiebra fraudulenta y
que prometía administrar las finanzas públicas con la misma despreocupación con
que había regido las suyas particulares.
A
esta noticia, el ejército destacado en Germania a las órdenes de Aulo Vitelio
y el desplazado en Egipto a las de Vespasiano, se rebelaron y marcharon
sobre Roma. Llegó primero Vitelio, el cual enterró a Otón, que ya se había
suicidado, se proclamó emperador, se entregó a su pasión preferida, la de las
comidas luculianas, y por seguir hartándose de cordero lechal descuidó ir al
encuentro de las fuerzas de Vespasiano que, entretanto, habían desembarcado. La
sangrienta batalla de Cremona decidió la suerte, de aquella guerra de sucesión.
Vitelio fue derrotado y los romanos se divirtieron la mar con la matanza que
siguió en su propia ciudad. Tácito cuenta que la gente se apiñaba en las
ventanas y los tejados para asistir a aquella carnicería, apostando por los
contendientes como si se hubiese tratado de un partido de fútbol. Entre muerte
y muerte, los combatientes irrumpían en las tiendas, las saqueaban y les
pegaban fuego; o bien desaparecían en los portones engatusados por alguna
prostituta y mientras yacían con ella eran apuñalados por un nuevo cliente del
partido contrario. Vitelio, que fue capturado en su escondite, donde, por
cambiar, banqueteaba, fue arrastrado desnudo por la ciudad con un nudo al
cuello, tiroteado con excrementos, torturado con estudiada lentitud y echado
por fin al Tíber.
MUERTE DEL EMPERADOR VITELIO |
La
ciudad que se divertía con el fratricidio, los ejércitos que se rebelaban, los
emperadores que quedaban sumidos en estiércol, en esto se había convertido la
capital del Imperio.
Tito
Flavio Vespasiano
había vivido en ella muy poco. Nacido en provincias, en Rieti, había abrazado
después la carrera militar que le llevó un poco a todas partes. No era noble. Procedía
de la pequeña burguesía. Las distinciones y su estipendio se los había ganado
con mil sacrificios y honraba ante todo dos virtudes: la disciplina y el
ahorro. Tenía sesenta años cuando subió al trono, pero los llevaba bien.
Completamente calvo, tenía el rostro abierto, tosco y franco, enmarcado por dos
orejas inmensas y peludas. Detestaba a los aristócratas, les consideraba unos
zánganos, no sufrió nunca la tentación esnobista de hacerse pasar por uno de
ellos, y cuando un heráldico, precisamente para ennoblecerle, fue a comunicarle
que había buscado sus orígenes y descubierto que se remontaban a Hércules,
estalló en una carcajada como para derribar las paredes y hacer entrar en sospecha
de que en aquella adulación había algo de verdad. Cuando recibía a algún
dignatario le palpaba la túnica para comprobar si era de tela demasiado fina y
le olfateaba para cerciorarse de si olía a agua de colonia. No soportaba esas
sofisticaciones.
Lo
primero que hizo fue reorganizar el Ejército y las finanzas. El Ejército lo
adjudicó en arriendo a los oficiales de carrera, casi todos provincianos como
él. Para las finanzas escogió el camino más expedito: el de vender, a precios
carísimos, los altos cargos públicos, al mejor postor. De todos modos —decía—,
todos son ladrones, y en cierto modo les fomentamos a serlo. Mejor es que vayan
adelante restituyendo al Estado un poco de lo que roban.» El mismo método
siguió para reorganizar el fisco.
Lo confió a funcionarios escogidos entre los
más rapaces y esquilmadores y les soltó con plenos poderes en todas las
provincias del Imperio. Figuraos qué comilonas para las poblaciones pobres.
Jamás la tributación de Roma había funcionado con tal despiadada puntualidad.
Pero cuando la rapiña estuvo consumada, Vespasiano llamó a Roma a los
ejecutadores, les elogió y les confiscó todas las ganancias, con las que, una
vez equilibrado el presupuesto, resarció a las víctimas.
VESPASIANO SUPERVISANDO LA CONSTRUCCIÓN DEL COLISEO |
Su hijo Tito, que era
un puritano lleno de escrúpulos, fue a protestar de aquel sistema que repugnaba
a su beato y cándido sentido de la virtud. «Yo hago de sacerdote en el templo
—contestóle el padre—. Con los bandidos, hago el bandido.» Y para aumentar los
ingresos inventó aquellas pequeñas construcciones que todavía llevan
precisamente el nombre de vespasianas, estableciendo un impuesto a los que las
usaban y una multa a los que no las usaban. No había elección. Quien lo hacía
fuera pagaba más que quien lo hacía dentro. También por esta medida Tito elevó
sus protestas. Su padre le puso debajo de la nariz un sestercio y le preguntó:
«¿Huele a algo?»
Ese
hijito delicado y bondadoso, al que amaba tiernamente, era la mayor
preocupación de aquel soberano escéptico, que no pretendía reformar a la Humanidad
y abolir sus vicios, sino solamente mantenerla en su sede.
Para que fuese
adquiriendo práctica en el gobierno de los hombres, le encargó que
restableciera el orden en Palestina, donde había estallado la última y más
terrible revolución. Los hebreos defendieron Jerusalén con un heroísmo sin
precedentes. Según un historiador suyo, murieron dos millones de ellos; según
Tácito, seiscientos mil. Para llegar al cabo de la resistencia, Tito entregó la
ciudad a las llamas, que destruyeron incluso el Templo.
De los supervivientes,
algunos se suicidaron, otros fueron vendidos como esclavos y otros huyeron. Su
dispersión, comenzada seis siglos antes, convirtiese en la verdadera y propia
diáspora. Y así como en la mochila de los soldados de Napoleón estaban los
Derechos del hombre, en el saco de muchos de aquellos pobres emigrantes
estaba el Verbo de Cristo.
Vespasiano,
enorgullecido, tributó a Tito un triunfo algo desproporcionado con el valor
militar de aquella empresa y en su honor hizo construir el famoso arco cuyo
nombre ostenta.
Pero con gran espanto suyo, vio que su hijo pasaba por debajo
llevando consigo como botín a una agraciada princesa hebrea, Berenice. No tenía
nada que oponer a que la tuviese por amante; pero lo malo era que Tito quería
casarse con ella, alegando que la había «comprometido».
Vespasiano no
comprendía por qué aquel muchacho quería confundir el amor, pasajero y voluble
capricho, con la familia, institución seria y permanente. Desde que quedara
viudo, también él había tomado una concubina, pero sin casarse con ella. ¿Por
qué Tito no hacía otro tanto, quedándose con Berenice como concubina? Nos
parece oír hablar a nuestro papá, cuando le pedíamos permiso para casarnos con
una cupletista. Y, como nosotros, también Tito renunció finalmente a la
cupletista.
Poco
después le tocó a él hacer de emperador. Tras diez años de sabio reinado, el
más sabio que gozara Roma después de Augusto, Vespasiano volvió un día a Rieti
de vacaciones. Iba allí con frecuencia para volver a ver a sus amigos de
juventud, a hacer con ellos una batida de liebres, cuatro charlas, una comida
de habichuelas con corteza de tocino y echar una partidita de dados que eran
sus pasatiempos favoritos. Se le ocurrió la mala idea de enjuagarse los ríñones
con agua de Fuente Cottorella. Sea que la cura no fuese la adecuada, o que
hubiese equivocado las dosis, el hecho es que fue presa de cólicos y en seguida
se dio cuenta de que no había remedio: «Vete! —dijo guiñando el ojo, sin
renunciar siquiera en aquel momento a su habitual y tosco buen humor—. Puto
deus fio.» (Ay, ay, me parece que me vuelvo un dios.) Pues en aquella Roma
de zalemas y adulaciones era ya costumbre divinizar a todos los emperadores
cuando morían. Después de tres días y tres noches de disentería, amarillo como
un limón y con la frente empapada en sudor, tuvo aún fuerzas para levantarse,
miró a los circunstantes que a su vez le contemplaban asustados y, riéndose a
carcajadas para poner de manifiesto que se daba cuenta de la tontería que
estaba cometiendo: «Ya sé, ya sé... —farfulló—. Pero, ¿qué queréis? ¡Un
emperador debe morir de pie!»
EMPERADOR VESPASIANO |
Y
de pie murió, el año 79, aquel burgués nacido para morir como todos los
burgueses: tendido en una cama; y, como actor concienzudo, obligado a
interpretar un papel que no era el suyo.
Tito, que le sucedió, fue el
más afortunado de los soberanos porque no tuvo tiempo de cometer errores, como
sin duda le hubiese ocurrido por mor no de sus defectos, sino de sus virtudes;
la bondad, el candor y la generosidad. No firmó ninguna sentencia de muerte.
Cuando se enteró de un complot, mandó un mensaje de admonición a los conjurados
y otro tranquilizador a sus madres. En sus dos años de reinado, Roma sufrió un
terrible incendio, Pompeya fue sepultada por el Vesubio e Italia devastada por
una tremenda epidemia. Para reparar los daños, Tito agotó el Tesoro. Por
asistir personalmente a enfermos, se contagió y perdió la vida, a los cuarenta
y dos años, llorado por todos, menos por su hermano, Domiciano, que le
sucedió en el trono.
EMPERADOR DOMICIANO |
No
sabemos qué juicio de conjunto podemos dar de este último representante de la
dinastía de los Flavios. Entre los escritores que vivieron en su tiempo. Tácito
y Plinio han dejado un retrato de lo más negro, y Estacio y Marcial
de lo más rosa. No están de acuerdo ni siquiera sobre su aspecto físico: los
primeros le describen calvo y barrigudo y de piernas raquíticas; los segundos,
hermoso como un arcángel, tímido y dulce. Sin duda debió de haber sufrido mucho
por la preferencia que Vespasiano había tenido siempre hacia Tito. Y cuando el
padre falleció, presentó su pretensión a la mitad del poder. Tito se la
ofreció. Domiciano rehusó y se puso a conspirar. Dión Casio sostiene que
cuando su hermano cayó enfermo, apresuró su muerte cubriéndole de nieve.
EMPERADOR DOMICIANO |
Su
reinado es un poco parecido al de Tiberio, a quien tenemos la impresión de que,
como hombre, se le parecía. Idéntico fue el comienzo: cuerdo y prudente, con
alguna vena de austeridad puritana. El cargo que más le interesó fue el de
censor, mediante el cual podía controlar las costumbres; y los ministros de
quienes se rodeó eran técnicos calificados particularmente para reconstruir la
ciudad devastada por el incendio. No quiso guerras. Y cuando Agrícola,
gobernador de Britania, intentó llevar los confines del Imperio hasta Escocia,
le destituyó. Tal vez fue éste su error más grave, pues Agrícola era suegro de
Tácito, que le adoraba y que asumió la tarea de juzgar a los hombres de su
tiempo. Es natural que hubiera dejado tan malparado a aquel pobre soberano.
Desgraciadamente,
para obtener la paz hace falta que sean dos en desearla. Y Domiciano tuvo que
ver con los dacios, que no la querían. Éstos cruzaron el Danubio, derrotaron a
los generales romanos, y obligaron al emperador a tomar las riendas del
Ejército. Lo estaba conduciendo muy bien, cuando Antonio Saturnino,
gobernador de Germania, se rebeló con algunas legiones, obligándole a una paz
prematura y desfavorable con los dacios y metiéndole en el cuerpo la obsesión
de las conjuras.
Aquel que hasta entonces había gobernado más bien como un
Cromwell, tornóse un Stalin, y para salvar su propia «personalidad» instauró el
«culto» más descomedido de ésta. Se instaló en un trono de verdad, quiso ser
llamado «señor y dios nuestro», y pretendió que los visitantes le besasen los
pies. También él expulsó de Italia a los filósofos porque impugnaban su
absolutismo, cortó la cabeza a los cristianos porque rechazaban su divinidad y
dio preferencia a los delatores porque creía que le protegían de los enemigos.
Los senadores le odiaban, le incensaban y apechugaban con sus sentencias de
muerte. Y entre estos senadores se hallaba también Tácito, su futuro y
despiadado juez.
En
un ataque de manía persecutoria se acordó de que su propio secretario, Epafrodito,
era el mismo que un cuarto de siglo antes había ayudado a Nerón a cortarse la
carótida. Y temiendo que hubiese adquirido el vicio de repetirlo, le condenó a
muerte. Entonces todos los demás funcionarios de palacio se sintieron
amenazados, organizaron una conjura y llamaron a que participase en ella
también a la emperatriz Domicia. Le apuñalaron por la noche. Domiciano
se defendió salvajemente hasta el último momento. Tenía cincuenta y cinco años
y había reinado durante quince, primero como el más prudente y después como el
más nefasto de los soberanos.
Así terminó, también en la oscuridad de donde
había salido, la segunda dinastía de los sucesores de Augusto. De diez
emperadores que se sucedieron en el espacio de ciento veintiséis años (desde el
30 antes de Jesucristo hasta el 96 después de Jesucristo), siete murieron
asesinados. Había algo en el sistema que no funcionaba, que tornaba
sanguinarios hasta a hombres dispuestos al bien; algo más decisivo que el mismo
mal hereditario que tal vez corrompía la sangre de los Julio Claudios.
Y
este algo hay que buscarlo en la sociedad romana, en la transformación que
había ido experimentando en los últimos tres siglos.
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