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domingo, 25 de diciembre de 2016

LA EXPANSIÓN DEL CRISTIANISMO CONSOLIDADA POR CONSTANTINO, ANTECEDENTE Y CONSECUENCIA DE LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO

En la fantasía de la gente, sobreexcitada por malas novelas y peores filmes, la persecución de los cristianos lleva, sobre todo, el nombre de Nerón. Pero es un error. Nerón hizo condenar y supliciar a cierto número de cristianos por el incendio de Roma con el solo objeto de desviar las sospechas de la gente contra su propia persona. 


Fue la suya una maniobra de diversión que no se apoyaba en ningún resentimiento serio del pueblo y del Estado contra aquella comunidad religiosa que, por lo demás, era de las más pacificas y que, como todas las demás, gozaba en Roma de amplia tolerancia. La Urbe albergaba liberalmente a todos los dioses de todos los extranjeros que vivían en ella, y en esto era realmente Caput mundi. Esos dioses pasaban de treinta mil y convivían con toda normalidad. Y cuando un extranjero pedía la ciudadanía, su concesión no quedaba supeditada a ninguna condición religiosa.


Las primeras discordias surgieron cuando se impuso reconocer al emperador como dios y adorarle. Para los paganos era fácil: en su Olimpo había ya tantos dioses que uno más, se llamase Caracalla o Cómodo, no estorbaba. Pero los hebreos y los cristianos, a quienes la policía no lograba diferenciar, adoraban a uno solo, Aquél, y no estaban en modo alguno dispuestos a cambiarlo. Al final, antes de Nerón, fue promulgada una ley que les eximía de aquel gesto que para ellos era de abjuración. Pero Nerón y sus sucesores hacían poco caso de las leyes, y así surgió el primer equívoco que puso de manifiesto otras y más hondas incompatibilidades. 


No fue por casualidad que Celso, primero en analizarlas seriamente, dijo que la negativa de adorar al emperador era, en sustancia, negarse a someterse al Estado, del cual la religión no constituía, en Roma, más que un instrumento. Descubrió que los cristianos ponían a Cristo por encima del César y que su moral no coincidía en absoluto con la romana que hacía de los propios dioses los primeros servidores del Estado.


Tertuliano, al responderle que precisamente en esto consistía su superioridad, reconoció lo fundado de tales acusaciones y fue más lejos, proclamando que el deber del cristiano era precisamente desobedecer a la Ley cuando la encontraba injusta.

AULIO CORNELIO CELSO

Mientras esa diatriba quedóse en monopolio de los filósofos, no dio lugar más que a disputas. Pero cuando los cristianos aumentaron en número y su conducta comenzó a hacerse notar entre la población, ésta empezó a sentir desconfianzas que hábiles propagandistas explotaban debidamente, como más tarde se ha hecho contra los judíos. Se empezó a decir que hacían exorcismos y magias, que bebían sangre romana, que veneraban a un asno, que traían mal de ojo. Era el «¡duro con ellos!» que maduraba y creaba la atmósfera del pogromo y del «proceso de las brujas».


Después de Nerón, la hostilidad hacia ellos se convirtió en mar de fondo, y la ley que juzgaba delito capital el profesar la nueva fe no fue el antojo de un emperador que la sugirió, sino resultado de una conmoción de odio colectivo. Al contrario, la mayoría de los emperadores trataron de eludirla o de aplicarla con indulgencia. Trajano escribió a Plinio, elogiando su tolerancia: Apruebo tus métodos. El acusado que niega ser cristiano y lo prueba con actos de respeto a nuestros dioses debe ser absuelto sin más. Adriano, como verdadero escéptico, iba más lejos: concedía la absolución incluso mediante un simple gesto de arrepentimiento formal. 


Pero era difícil oponerse a las oleadas de odio popular cuando se desencadenaban, especialmente en ocasión de alguna calamidad que regularmente era atribuida a la indignación de los dioses por la tolerancia que se mostraba hacia los impíos cristianos. 


La religión pagana de Roma había muerto, pero la superstición seguía viva; y no existía terremoto, o epidemia, o carestía, que no fuese cargada en la cuenta de aquellos pobres diablos. Ni siquiera aquel santo varón de Marco Aurelio, bajo cuyo reinado las calamidades se multiplicaron, pudo resistir aquellas acometidas y tuvo que inclinarse. Átalo, Potino y Policarpo fueron de los más ilustres entre aquellos mártires.

 

La persecución empezó a hacerse sistemática con Septimio Severo, quien decretó que el bautismo era un delito. Mas a la sazón los cristianos ya eran lo bastante fuertes para reaccionar y lo hicieron a través de una obra propagandística que calificaba a Roma de «nueva Babilonia», propugnaba su destrucción y afirmaba la incompatibilidad del servicio militar con la nueva fe. 

EMPERADOR PUBLIO LICINIO VALERIANO
Era la predicación abierta del derrotismo y suscitó la ira de aquellos «patriotas» que ya no se batían por la patria amenazada por el enemigo exterior, pero que con el interior indefenso se mostraban intransigentes. Decio vio en ese ataque de indignación una base para la unidad nacional y lo explotó dándole satisfacción. 


Organizó una gran ceremonia de obediencia a los dioses, advirtiendo que se tomarían los nombres de quienes participasen en ella. Hubo, por miedo, muchas apostasías, pero también muchos heroísmos recompensados con la tortura. Tertuliano había dicho: «No lloréis a los mártires. Ellos son nuestra semilla.» Terrible y despiadada verdad. Seis años después, bajo Valeriano, el mismo Papa Sixto II fue condenado a muerte.

EL PAPA SIXTO II CONDENADO


La batalla más grande fue la desencadenada por Diocleciano. Es curioso que un tan grande emperador no hubiese visto su inutilidad y, más aún, que era contraproducente. Mas al parecer le movió a ello un arrebato de ira. Un día que estaba oficiando como Pontífice Máximo, los cristianos que le rodeaban hicieron la señal de la cruz. Encolerizado, 


Diocleciano ordenó que todos los súbditos, civiles y militares, repitiesen el sacrificio y que aquéllos que se negasen fuesen azotados. Las negativas fueron muchas y entonces el emperador ordenó que todas las iglesias cristianas fuesen arrasadas, todos sus bienes, confiscados, sus libros, quemados y sus adeptos, muertos.

 

Estas órdenes estaban todavía en curso de ejecución cuando él se retiró a Split, donde tuvo todo el tiempo y el desahogo de meditar acerca de los resultados de aquella persecución, que constituyó la prueba más brillante del cristianismo y que lo «doctoró», por decirlo así, como triunfador. 


Las Actas de los Mártires, donde se narran, tal vez con alguna exageración, los suplicios y las muertes de los cristianos que no renegaron, constituyeron un formidable motivo de propaganda. Difundieron el convencimiento de que el Señor hacía insensible al sufrimiento a quienes los afrontaban en Su nombre y que les abría de par en par el Reino de los Cielos.


No sabemos si también Constantino estaba convencido de ello cuando hizo estampar la Cruz de Cristo en su lábaro. Su madre era cristiana. Pero poco pudo hacer en la educación de aquel muchacho que se había formado bajo la tienda entre soldados y rodeado de filósofos y retóricos paganos. 


Incluso ya converso siguió bendiciendo los ejércitos y las cosechas según el ritual pagano, iba raramente a la iglesia y a un amigo que le preguntó el secreto de un éxito, le respondió; «Es la Fortuna quien hace de un hombre un emperador.» La fortuna, no Dios. 


EMPERADOR CONSTANTINO

En su trato con los sacerdotes, adoptaba una actitud imperativa, y sólo en las cuestiones teológicas les dejaba hacer, no porque reconociese su autoridad, sino porque se trataba de asuntos que le importaban un bledo.


 En los testimonios de los cristianos contemporáneos, como Eusebio, que tenían los más fundados motivos de gratitud hacia él, pasa por algo poco menos que un santo. Pero nosotros creemos que fue sobre todo un hombre político equilibrado, de amplia visión y de notable buen sentido que, habiendo comprobado personalmente el fracaso de la persecución, prefirió aboliría.

EUSEBIO DE CESÁREA

Es muy probable, sin embargo, que a ese cálculo de contingente oportunidad, se hubiese sumado también otro, más complejo. Debió de quedar muy impresionado por la superior moralidad de los cristianos, de la decencia de sus vidas, en suma, por la revolución puritana que habían operado en las costumbres de un Imperio que ya no tenía ninguna. Poseían formidables cualidades de paciencia y de disciplina. 


Y ya entonces, si se quería encontrar un buen escritor, un buen abogado o un funcionario honesto y competente, entre ellos había de buscarse. No existía, puede decirse, ciudad alguna donde el obispo no fuese mejor que el prefecto. ¿Acaso no se podía sustituir a los viejos y corrompidos burócratas por aquellos prelados irreprochables, y hacer de ellos los instrumentos de un nuevo Imperio? Las revoluciones triunfan no por la fuerza de sus ideas, sino cuando logran constituir una clase dirigente mejor que la anterior. Y el cristianismo logró precisamente esta empresa.


Constantino comenzó reconociendo a los obispos competencia de jueces en sus circunscripciones y diócesis. Después eximió de impuestos los bienes de la Iglesia, reconoció como «personas jurídicas» a las asociaciones de fieles, dio un sacerdote tutor a su hijo después de haberle bautizado y por fin consintió el edicto de Milán que garantizaba la tolerancia de todas las religiones en pie de igualdad, para reconocer la primacía de la católica que desde entonces fue la religión oficial, haciendo obligatorios para todos los ciudadanos los preceptos del Sínodo.

CONSTANTINO EN ELSÍNODO DE MILÁN

Obrando más como papa que como rey, convocó el primer Concilio Ecuménico, es decir, universal, de la Iglesia, para resolver las disensiones internas que la roían. Él mismo proporcionó, con fondos del Estado, los medios a trescientos dieciocho obispos y a infinidad de otros prelados para que se trasladasen a Nicea, cerca de Nicomedia. Había grandes cuestiones que dirimir. Algunos extremistas del ascetismo se habían apartado de un sacerdocio que a sus ojos se mostraba demasiado dispuesto a los compromisos y apegado a los bienes de esta tierra, con lo que diose comienzo a un movimiento monástico.

CONCILIO DE NICEA

Casi al mismo tiempo, el obispo de Cartago, Donato, lanzó el proyecto, que inmediatamente hizo prosélitos, de una «depuración» en perjuicio de los sacerdotes que habían abjurado por miedo durante las persecuciones y de quienes habían sido bautizados por ellos. La proposición fue rechazada, pero dio lugar a un cisma que había de continuar durante siglos. 


Pero el peligro mayor era el representado por Arrio, un predicador de Alejandría que atacaba la doctrina en su base, refutando la consustancialidad de Cristo con Dios. El obispo le excomulgó, pero Arrio siguió predicando y haciendo secuaces. Constantino mandó llamar a los dos litigantes y trató de hacer de mediador entre ellos invitándoles a buscar una solución de compromiso. La tentativa fracasó y el conflicto adquirió mayores proporciones y se hizo más profundo. Esto fue lo que hizo necesario el Concilio.

ARRIO

El Papa Silvestre, viejo y enfermo, no pudo intervenir. Atanasio apoyó las acusaciones contra Arrio, quien le contestó con valentía y honradez. Era un hombre sincero, pobre, melancólico, que erraba de buena fe. De los trescientos dieciocho obispos, sólo dos le apoyaron hasta el fin y fueron excomulgados con él. Constantino asistió a todos los debates, pero no intervino sino raramente, para exhortar a los contendientes a la calma y la ponderación cuando las discusiones se acaloraban. Cuando el veredicto que reafirmaba la divinidad de Cristo y condenaba a Arrio fue formulado, quedó traducido en un edicto que expulsaba al herético con sus dos seguidores, condenaba a la hoguera sus libros y conminaba con la pena de muerte a quien los hubiese escondido.

ATANASIO

Constantino clausuró el Concilio con un gran banquete a los participantes y después se puso a organizar la nueva capital que, con solemne ceremonia, dedicó a la Virgen. La llamó Nueva Roma, pero los posteriores le dieron su nombre: el de Constantinopla.

CONSTANTINO DA INDICACIONES PARA CONSTRUIR
CONSTANTINOPLA, LA NUEVA ROMA

No sabemos si él se daba cuenta de que con aquel traslado de capital estaba decretando prácticamente el fin del Imperio romano y el inicio de otro, que debería continuarlo, sí, pero del cual Italia sólo sería una provincia, con Roma como cabeza de distrito.


Constantino fue un extraño y complejo personaje. Hacía ostentosas demostraciones de fervor cristiano, pero en sus relaciones de familia no se mostró muy respetuoso con los preceptos de Jesús. Mandó a su madre, Elena, a Jerusalén para destruir el templo de Afrodita que los impíos gobernadores romanos habían erigido sobre la tumba del Redentor, donde, según Eusebio, fue hallada la cruz en la cual había sido supliciado. Pero inmediatamente después hizo matar a su esposa, a su hijo y a su sobrino.


Se casó dos veces: primero con Minervina, que le dio a Crispo, un buen oficial que se había cubierto de medallas en las campañas contra Licinio, y después con Fausta, la hija de Maximiano, que le dio tres chicos y tres chicas. Parece que Fausta, para excluir de la sucesión a Crispo, le acusó ante el emperador de haber tratado de seducirla, y que después, Elena, que tenía debilidad por Crispo, le contó a Constantino que fue Fausta quien sedujo a su hijastro. Para no equivocarse, el emperador las mató a las dos. En cuanto al sobrino Liciniano, hijo de su hermana Constancia, que lo tuvo de Licinio, dicen que le hizo ejecutar porque conspiraba.

MINERVINA, ESPOSA DE CONSTANTINO

Nada de todo eso se halla en la Vida de Constantino escrita por Eusebio a modo de panegírico y atenta, lógicamente, a la exaltación de quien habla hecho, de una secta perseguida, la Iglesia del Imperio. Constantino no era un santo, como dice su biógrafo. Fue un gran general, un sagaz administrador, un hombre de Estado previsor, que también cometió empero, algunos errores.

CONSTANTINO EL GRANDE

El día de Pascua del 337 después de Jesucristo, trigésimo aniversario de su subida al trono, se dio cuenta de que se aproximaba su fin. Llamó a un sacerdote, pidió los sacramentos, dejó la estola de púrpura para ponerse la blanca de los cristianos, y esperó tranquilamente la muerte.


Ante el tribunal de los hombres, los servicios que había prestado a la causa de la civilización cristiana son sobradamente suficientes para hacerle perdonar los delitos con los que se mancilló. Ante Dios, no lo sabemos.



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