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domingo, 4 de septiembre de 2016

VALERIO MÁXIMO HABLA SOBRE EL LUJO Y LA BAJAS PASIONES

 

Demos también cabida en nuestra obra al atrayente mal que es el lujo, tanto más fácil de reprender que de evitar. Y no para que se le rindan honores, sino para que, reconociéndose a sí mismo, pueda verse forzado a arrepentirse. Añádanse a éste las bajas pasiones, ya que provienen de los mismos viciosos orígenes. Y puesto que ambos responden a sendos extravíos de la mente, no conviene aislarlos, ni para su crítica, ni para su enmienda.


Gayo Sergio Orata fue el primero que mandó construir unos baños colgantes.  Esta inversión, que en un principio iba a ser pequeña, acabó convirtiéndose en una laguna suspendida de agua caliente. Además, para no subordinar su propia gula al arbitrio de Neptuno, discurrió un mar para su uso particular, taponando las aguas por medio de estuarios y echando diversos tipos de peces en cada uno de aquellos receptáculos. Y todo para que no faltasen en la mesa de Orata los más variados manjares, ni aunque sobreviniese la más cruda inclemencia. Cercó las orillas, por aquel entonces desiertas, del lago Lucrino con amplias y elevadas edificaciones, para así poder disfrutar de mariscos frescos. Y mientras se afanaba en acaparar aguas públicas, se vio envuelto en un juicio con el asentista Considio. Lucio Craso, el abogado de la parte contraria, dijo que su amigo Considio se equivocaba al pensar que, obligando a Orata a alejarse del lago, le habrían de faltar las ostras, porque si no hubiese podido ir a cogerlas allí, las habría encontrado bajo las tejas.


Lo cierto es que el actor trágico Esopo debió entregar en adopción a su hijo en lugar de dejarlo como heredero de sus bienes, pues se trataba de un joven con un afán por el lujo no sólo desmedido, sino incluso enfermizo. Se dice de él que compraba a un precio abusivo avecillas prodigiosas por su canto y las ponía como si fuesen papafigos; y que solía añadir a las bebidas perlas de gran valor bañadas en vinagre, ansioso por derrochar cuanto antes su inmenso patrimonio como si de un pesado fardo se tratase. Quienes siguieron o bien el patrón de conducta del anciano, o bien el del joven, llegaron aún más lejos que ellos. Y es que ningún vicio suele terminar allí donde empieza: unos traen peces desde las costas del Océano, otros funden sus tesoros en la cocina, hallando un gran placer en comerse y beberse su propia hacienda.


El final de la segunda guerra púnica y la derrota del rey  Filipo de Macedonia trajeron a nuestra ciudad el alivio de una vida más disipada. Fue por aquel entonces cuando las matronas se atrevieron a rodear la casa de los Brutos, quienes estaban dispuestos a oponerse a la derogación de la ley opia, una ley que las mujeres deseaban abolir a toda costa, pues no les permitía llevar ropas de variados colores, ni poseer más de media onza de oro, ni trasladarse en un carro tirado por caballos a menos de una milla de la ciudad, a no ser que fuese con motivo de un sacrificio. Y por cierto que consiguieron abolir aquella ley que había permanecido vigente durante veinte años seguidos. Los hombres de aquella época no repararon en qué desembocaría el obstinado afán de aquella insólita camarilla, o hasta qué punto se propasaría aquella osadía que conculcaba las leyes. Y es que si hubiesen podido barruntar la pomposidad que distingue al ánimo femenino, pomposidad a la que se añade cada día alguna cosa nueva todavía más ostentosa, se habrían opuesto desde su misma raíz al lujo que se les avecinaba. ¿Y qué más puedo añadir yo de las mujeres, cuya ligereza mental y total ineptitud para afrontar cualquier tarea más o menos espinosa las incitan a poner todo su afán en un culto desmedido hacia sí mismas, cuando veo que incluso hombres del pasado, célebres por su nobleza y su espíritu, cayeron también en este extravío tan ajeno a la primitiva sobriedad? Quede esto patente con el escarnio de ellos mismos.


Gneo Domicio, en medio de una discusión que tuvo con  su colega Lucio Craso, le reprochó que tuviese en el pórtico de su casa columnas del monte Himeto. Acto seguido, Craso le preguntó en cuánto valoraba él su propia casa, a lo que Domicio respondió: "En seis millones de sestercios". "¿Y cuánto estimas que valdría -replicó Craso-, si voy allí y talo diez arbolillos?" "Pues tres millones", contestó Domicio. Entonces Craso señaló: «Y quién de los dos es, pues, más ostentoso: yo, que he comprado diez columnas por cien mil sestercios, o tú, que tasas en tres millones de sestercios la sombra de diez arbolillos?". ¡Qué conversación tan desconsiderada hacia personajes como Pirro o Aníbal, tan plena de la ociosidad que brindan las riquezas procedentes del comercio de ultramar! Y cuánto más frugal el lujo, en comparación con el que habría de desplegarse en los edificios y bosques de los siglos posteriores, toda vez que prefirieron legar a la posteridad el boato que ellos mismos habían propiciado, en lugar de conservar la continencia que heredaron de sus antepasados.


¿Y qué es lo que quería para sí Metelo Pío, el personaje más prestigioso de su época, cuando consentía, cada vez que llegaba a Hispania, que sus huéspedes lo recibieran con altares y olor a incienso? ¿O cuando, lleno de gozo, contemplaba las paredes cubiertas de tapices dignos del rey Atalo? ¿O cuando permitía que, tras espléndidos banquetes, se diera paso a los juegos más fastuosos? ¿O cuando celebraba festines ataviado con la túnica de los vencedores y recibía coronas de oro que bajaban desde el techo, como si su cabeza fuese divina? ¿Y dónde sucedía esto? No en Grecia, ni en Asia, donde la propia seriedad podía dejarse corromper por el lujo, sino en una provincia indómita y belicosa, en tanto que un enemigo tan contumaz como Sertorio cegaba los ojos de los ejércitos romanos con proyectiles lusitanos. ¡Hasta ese punto se había borrado de la mente de Metelo la campaña de su padre en Nurnidia! Queda clara, por tanto, la rapidez con que el lujo hizo acto de presencia, pues quien de joven conoció las costumbres primitivas, de viejo implantó otras nuevas.


Muy semejante fue el cambio que experimentó la casa de los Curiones, habida cuenta de que nuestro foro fue testigo de la extraordinaria gravedad del padre y de la deuda de sesenta millones de sestercios del hijo, contraída ilícitamente por parte de los jóvenes nobles de la familia. Así pues, en un mismo momento y en la misma casa, convivieron generaciones dispares, una sumamente austera, la otra de lo más infame.


¡Y cuánto lujo e indecencia hubo en el juicio contra Publio Clodio! Con tal de absolver a aquel reo claramente culpable de un crimen de incesto, se llegó incluso a corromper con grandes sumas de dinero a matronas y jóvenes de la nobleza, para entregarlas de noche a los jueces como gratificación. En una componenda tan indecente y embrollada como aquélla, no se sabría a quién condenar primero, si al que maquinó aquel género de corruptela, a quienes prestaron su integridad a cambio del perjurio, o a quienes canjearon sus creencias por el estupro.


También fue inmoral el banquete que el asistente de los tribunos Gemelo, de origen libre pero de una sumisión vergonzosa y más que servil, celebró para el cónsul Metelo Escipión y los tribunos de la plebe, con gran bochorno de la ciudadanía. Convirtió su casa en un burdel y allí prostituyó a Munia y a Flavia, ambas ilustres tanto por su padre como por su marido, así como al joven noble Saturnino. ¡Infame sufrimiento el de aquellos cuerpos que iban a ser juguete de las más bajas pasiones de unos borrachos! ¡Festines que el cónsul y los tribunos no debieron celebrar, sino castigar!


EJEMPLOS EXTRANJEROS

El lujo de los campanos fue tremendamente provechoso para nuestra ciudad, pues cautivó con sus hechizos a Aníbal, hasta entonces invicto en la guerra, y lo entregó a los ejércitos romanos para que lo derrotaran. Fue con fastuosos banquetes, con abundante vino, con la fragancia de los perfumes y con el uso inmoderado de las relaciones sexuales como este lujo de los campanos empujó al sueño y al placer a un general tan despierto y a un ejército tan experimentado. y es que la fiereza cartaginesa quedó maltrecha y desbaratada cuando la plaza Seplasia y la Albana pasaron a ser su campamento. ¿Y qué hay más deshonesto o más dañino que aquellos vicios que debilitan el valor, que hacen languidecer las victorias, que convierten la gloria adormecida en infamia, que se adueñan de las fuerzas del alma y del cuerpo, hasta el punto de no saber si resulta más pernicioso ser atrapados por el enemigo o por los propios vicios?


Estos mismos vicios enredaron a la ciudad de Bolsena en graves y bochornosas calamidades. Era una ciudad opulenta, escrupulosa con la moral y las leyes, se la consideraba la capital de Etruria. Pero, después que se dejó arrastrar por el lujo, cayó en un abismo de iniquidad e indecencia, hasta llegar a someterse a la caprichosa tiranía de los esclavos. Primero, unos cuantos de ellos osaron entrar en el orden senatorial, y luego se apoderaron de todos los asuntos públicos. Mandaban redactar los testamentos a su antojo, prohibían los banquetes y las reuniones de ciudadanos libres, contraían matrimonio con las hijas de sus amos. Finalmente, decretaron por ley que los estupros cometidos contra viudas y casadas no recibieran castigo alguno, y que ninguna virgen pudiera casarse con un libre, si uno de ellos no había mancillado antes su castidad.


En cuanto a Jerjes, se mostraba tan pomposo en la ostentación de su soberbia opulencia de rey, que por medio de un edicto prometió un premio a quien inventase un nuevo tipo de placer. Mientras se dejaba atrapar por la excesiva molicie, ¿cómo iba a poder eludir la tremenda ruina de su extraordinario imperio?


El rey Antíoco de Siria representa también un claro ejemplo de incontinencia. Imitando su ciega y disparatada suntuosidad, la mayor parte de sus soldados fijó sus botas con clavos de oro, utilizó en la cocina vasijas de plata y construyó sus tiendas adornándolas con pequeñas figuras bordadas. De este modo acabaron convirtiéndose en presa deseable para un enemigo ambicioso, y no en impedimento para que un esforzado rival alcanzase la victoria.


El rey Ptolomeo vivió solamente para sus vicios, hecho que le valió el sobrenombre de Panzudo . ¿Puede haber algo más bajo que su propia bajeza? Obligó a una hermana mayor que él, que ya estaba casada con un hermano común, a casarse con él. Luego de violar a una hija de ella, repudió a la que era su mujer para poder desposarse con la hija.


Muy similar a la conducta de los reyes de la nación egipcia fue la de sus propios habitantes. A las órdenes de Arquelao , salieron de las murallas de la ciudad para enfrentarse a Aulo Gabinio. Cuando recibieron la consigna de rodear el campamento por medio de una fosa y una empalizada, todos al unísono exclamaron que una obra como aquélla había que cederla a unos obreros a costa del erario. Así se explica que aquellos hombres tan flojos por culpa de la molicie no pudieran hacer frente al arrojo de nuestro ejército.


Aún más afeminados fueron los individuos de Chipre, que soportaban resignados que sus reinas subiesen a sus carros pisando los cuerpos de sus mujeres, a modo de peldaños, con tal de poner sus pies sobre algo más blando. A estos hombres (si es que realmente eran hombres), más les hubiera valido morir que obedecer una orden tan refinada.


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