Su colega curul de magistratura, Marco Calpurnio Bíbulo,
impuesto por los optimates, demostró, lo mismo que años después como colega en
el consulado, lo inútil de competir con César por lograr el reconocimiento de
la ciudadanía. Él mismo comentaba con amarga ironía que en su cargo de edil le
había ocurrido como a Pólux, «que lo mismo que se solía designar con el solo
nombre de Cástor el templo erigido en el foro a los dos hermanos Dióscuros, las
munificencias de César y Bíbulo pasaban únicamente como munificencias de
César». Y, en efecto, la edilidad de César no defraudó en cuanto a gastos
dedicados a adornar y embellecer edificios públicos, y, sobre todo, en la
organización de los juegos públicos. Pero, al margen, iba a sorprender a la
población de Roma y a ensombrecer todavía más el nombre de Bíbulo por los
espléndidos juegos de gladiadores que, no obstante la precariedad de sus
maltrechas finanzas, dedicaría en honor de su padre, muerto veinte años atrás.
Para la ocasión, César presentó trescientos veinte pares de gladiadores con
relampagueantes armaduras de plata. Pero tampoco desaprovechó la ocasión de la
magistratura para subrayar su devoción por Mario y, con ello, su irrenunciable
postura política popular enfrentada a la oligarquía senatorial. Una mañana los
habitantes de Roma, al levantarse, pudieron contemplar de nuevo los trofeos
erigidos en honor de las victorias de Mario, que Sila había mandado retirar. El
pueblo pudo así recordar más vivamente al viejo héroe, mientras los optimates
criticaban con preocupación la peligrosa demagogia con la que César se les
enfrentaba, y uno de sus más conspicuos representantes, el viejo Lutacio
Catulo, advertía que «César ya no atacaba a la república sólo con minas,
sino con máquinas de guerra y a fuerza abierta».
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