La
sorpresa que Octavio había sufrido no tardó en desvanecerse por muchas razones,
la primera y principal: que había encontrado el tesoro de los Ptolomeo gracias
a seguir el bosquejo de su paradero que había dejado su divino padre Cayo Julio
César al pie de la letra, el cual hacía ya más de tres lustros que se lo anotó
mentalmente la vez que Cleopatra le mostraba el laberinto de pasadizos y
túneles hasta dar con la gran cámara de
las bóvedas del tesoro egipcio de los Ptolomeo, guardado durante los últimos siglos
en el más absoluto secreto por los sacerdotes de Menfis.
Un ejercicio que realizó con sus dos libertos;
ningún noble romano vería nunca lo que había en centenares de pequeños cuartos
a cada lado de aquella conejera de túneles que comenzaba en el recinto de Ptah
y al que se llegaba apretando un cartucho y descendiendo a las entrañas
oscuras.
Después de errar como un esclavo admitido en
los Campos Elíseos durante varias horas, había reunido a sus «mulas» - egipcios
con los ojos vendados hasta estar bien adentro de los túneles- para retirar lo
que Octavio consideraba que iba a necesitar para devolverle a Roma su esplendor:
sobre todo, oro, junto con algunos bloques de lapislázuli, cristal de roca y
alabastro para que los escultores hiciesen maravillosas obras de arte que adornarían
los templos y los lugares públicos de Roma.
De nuevo en el exterior, su propia cohorte de
tropas mató a los egipcios y se hizo cargo de la caravana que ya estaba de
camino a Pelosium y, a continuación, a casa. Los soldados quizá adivinaban el
contenido de las cajas por el peso, pero nadie las abriría, porque cada una llevaba
el sello de la esfinge.
La
carga que había caído de la espalda de Octavio ante la visión de más riqueza de
lo que había soñado que podía existir lo había dejado tan entusiasmado, tan libre
y despreocupado que sus legados no alcanzaban a entender qué había en Menfis
que pudiese cambiarlo tanto.
Cantaba, silbaba, casi saltaba de alegría
mientras el ejército marchaba por la vía hacia la guarida de la Reina de las
Bestias, a Alejandría. Por supuesto, con el tiempo entenderían qué debía de
haber pasado en Menfis, pero para entonces ellos -y todo el oro- estarían de
nuevo en Roma, y no tendrían ya ninguna oportunidad de meterse algún pequeño
objeto en los senos de sus togas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario