Lucio Marcio Filipo le había enviado una
invitación a cenar en su amplia casa del Palatino para «celebrar su regreso a
Roma», decía la gentil nota.
Maldiciendo la pérdida de tiempo, pero conscientes
de que las obligaciones familiares exigían su asistencia, César y Calpurnia llegaron
en la novena hora de luz y descubrieron que eran los únicos invitados. Dueño de
un comedor con capacidad para seis triclinios,
Filipo solía llenarlos los seis,
pero no fue así aquel día. En la cabeza de César sonó una señal de alarma. Se
quitó la toga, se aseguró de que el ralo cabello le tapaba el cuero cabelludo
-se lo dejaba crecer en la coronilla y se lo echaba hacia delante- y aceptó una
palangana del criado para lavarse los pies.
Naturalmente se le adjudicó el locus
consularis, el lugar de honor en el triclinio de Filipo, éste se colocó a
su lado, y junto a él se situó Cayo Octavio, de modo que Filipo quedó en medio.
El primogénito de Filipo no estaba presente; ¿se debía a eso su presentimiento
de que algo ocurría?, se preguntó César. ¿Le habían convocado para informarle
de que Filipo se divorciaba de su esposa por adulterio con su hijo? No, no,
claro que no. Ésas no eran noticias que se comunicaran en una cena con la
esposa delante. Marcia tampoco estaba presente; sólo Atia y su hija, Octavia,
acompañaban a Calpurnia en las tres sillas situadas frente a ellos en la mesa.
Calpurnia estaba deliciosa con un elegante vestido
azul drapeado que hacía juego con sus ojos; lucía la nueva clase de mangas,
abiertas desde el hombro y abrochadas en intervalos en el exterior del brazo
mediante pequeños botones con piedras preciosas.
Atia había elegido una tela de
color añil que, dada su tez clara, la favorecía; y la mucha cha, Octavia, iba
exquisitamente ataviada de rosa claro. ¡Cuánto se parecía a su hermano! La
misma mata de pelo rubio y ondulado, la cara oval, los pómulos altos y la nariz
respingona. Sólo sus ojos eran distintos, de color aguamarina claro.
Cuando César sonrió a Octavia, ella le devolvió la
sonrisa, revelando unos dientes perfectos y un hoyuelo en la mejilla derecha. Sus
miradas se cruzaron, y César involuntariamente respiró hondo a causa del
asombro. ¡Tía Julia! El alma plácida y delicada de la tía Julia le miraba, le infundía
calor. Octavia es la tía Julia renacida. Le regalaré un frasco del perfume de
la tía Julia y me recrearé con su aroma.
Esta muchacha despertará el observó a
su hermano, - cubriendo es una valiosísima perla. Luego César observó a su
hermano, descubriendo que éste miraba a su hermana con un afecto incondicional.
Adora a su hermana mayor, pensó .
La comida estaba a la altura de las posibilidades
de Filipo e incluía su plato preferido para las cenas con invitados: una masa suave
y amarillenta de crema batida con huevos y miel dentro de un tonel lleno de una
mezcla de nieve y sal. Lo traían al galope desde el monte desde el monte
Fiscelo, la montaña más alta de Italia. Los dos jóvenes saborearon la masa
helada con expresión de éxtasis, al igual que Calpurnia y Filipo. César rehusó
probarla; también Atia.
( C. McC. )
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