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martes, 16 de junio de 2015

MARCO PORCIO CATÓN REAGRUPA EL RESTO DE LAS TROPAS POMPEYANAS DERROTAS EN FARSALIA ( UNOS 10.000 ROMANOS ), PARA EMBARCARLAS CON DESTINO A ÁFRICA DONDE ORGANIZAR LA RESISTENCIA CONTRA CÉSAR


Los días pasaron lentamente mientras la flota avanzaba con rumbo al sureste, impulsada básicamente a remo, si bien la enorme vela que cada barco llevaba izada en un mástil se hinchaba de vez en cuando, ayudando un poco. No obstante, como una vela deshinchada dificultaba aún más la labor de remar, las velas se arriaban a menos que fuera un día de ráfagas de viento frecuentes.


Para mantenerse en forma y alerta, Catón empuñaba el remo regularmente. Al igual que los barcos mercantes, los de transporte tenían un solo banco de remos, con quince hombres por lado. La cubierta se extendía de proa a popa, lo cual significaba que los remeros se sentaban en el interior del casco, circunstancia más soportable por el hecho de que iban alojados en un portarremos exterior que los proyectaba por encima del agua, simplificando la tarea de remar y proporcionándoles aire fresco. 



Las naves de guerra eran por completo distintas: tenían varios bancos de remos, manejados cada uno por entre dos y cinco hombres, estando el último banco tan cerca de la superficie del agua que las portillas se sellaban con válvulas de cuero. Pero las galeras de guerra no estaban concebidas para llevar carga ni permanecer a flote entre las batallas; se las cuidaba con esmero y pasaban la mayor parte de sus veinte años de servicio en cobertizos terrestres. Cuando Cneo Pompeyo abandonó Corcira, dejó a los nativos centenares de cobertizos, buenos para leña.


Como Catón creía que el trabajar con desinteresado ahínco era una de las señas de un hombre cabal, se empleaba a fondo con el remo, dando ejemplo así a los otros veintinueve hombres que ocupaban el banco con él. De un modo u otro corrió la voz de que el comandante participaba en la boga, y los hombres remaron con más entusiasmo, al son del timbal del hortator. Contando todas las almas a bordo de aquellos barcos que transportaban más soldados que mulas, carretas o material, había hombres suficientes sólo para formar dos equipos, lo cual significaba hacer turnos de cuatro horas, día y noche.


La dieta era monótona; el pan, el alimento por excelencia, estaba excluido del menú excepto el día pasado en Gaudos. Ningún barco podía correr el riesgo de padecer un incendio a causa de un horno encendido. Una fogata se mantenía permanentemente en un hogar de ladrillo, para calentar una enorme caldera de hierro en la que sólo se preparaba una clase de comida: unas espesas gachas
de guisantes a las que se daba sabor con un trozo de tocino. Preocupado por la escasez de agua potable, Catón había ordenado que las gachas se cocinaran sin sal, lo cual mermó todavía más el apetito de los hombres.


No obstante, el tiempo permitió a los cincuenta barcos mantenerse juntos y al parecer, como Catón comprobó durante sus continuos viajes en el bote de un barco a otro, los mil quinientos hombres permanecían tan optimistas como podía esperarse, dado su natural temor a una entidad tan secreta y misteriosa como el mar. Ningún soldado romano se sentía a gusto en el océano. Cuando veían delfines los saludaban con alegría, pero había también tiburones, y los cardúmenes de peces huían al percibir el ruido de tantos remos, lo cual limitaba el entretenimiento visual de los romanos a la vez que los privaba de guisos de pescado.

 

Las mulas bebían más de lo que Catón había calculado, el sol lucía con fuerza a diario, y el nivel de agua en los barriles descendía con inquietante rapidez. Diez días después de pasar por Gaudos, Catón empezó a dudar de que sobrevivieran para volver a ver tierra. En sus recorridos en bote de nave en nave, prometía a los hombres que las mulas se echarían por la borda mucho antes de que se vaciaran los barriles de agua, pero sus gentes no acogieron bien esta promesa: eran soldados, y para los soldados las mulas eran tan preciosas como el oro.


 Cada centuria disponía de diez mulas para transportar lo que cada hombre no podía añadir a los veinticinco kilos que llevaba cargados en la espalda, y de una carreta tirada por cuatro mulas para el material más pesado.


Finalmente, Coro empezó a soplar del noroeste. Con gritos de satisfacción, los hombres se aprestaron a desplegar las velas. En Italia era un viento húmedo, pero no en el mar de Libia. Aumentó la velocidad del barco, el manejo de los remos se hizo menos agotador, y renació la esperanza.

( C. McC. )




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