¿César
o Sila?. En las balanzas de los dioses estaba cuál de los dos había pasado
mayores dificultades para alcanzar el lugar que por méritos corresponde al
Primer Hombre de Roma, el Primer Ciudadano de Roma. La diferencia era escasa:
un pelo, una fibra. Los dos se habían visto obligados a preservar su dignitas
-su parte de fama pública, de posición y valía marchando sobre
Roma. Los dos habían llegado a dictador, el único cargo por encima del proceso democrático
o exento de acusaciones futuras. La diferencia entre ellos estribaba en cómo se
habían comportado tras su nombramiento: Sila había proscrito, había llenado las
arcas vacías del tesoro matando a los comerciantes y senadores ricos y
confiscando sus bienes; César había preferido la clemencia, perdonaba a sus
enemigos y permitía a la mayoría de ellos conservar sus propiedades.
Los
boni habían forzado a César a marchar sobre Roma.
Con plena conciencia, con deliberación -e incluso con entusiasmo-, habían
empujado a Roma a una guerra civil por no conceder a César ni un ápice de lo
que habían dado a Pompeyo Magno a cambio de nada, a saber, el derecho a
presentarse a la elección a cónsul sin necesidad de aparecer en persona en la
ciudad. En cuanto un hombre con poderes cruzaba los límites sagrados de la
ciudad, perdía esos poderes y podía ser procesado en los tribunales. Y los boni
habían inducido a los tribunales a condenar a César por
traición en cuanto renunciara a los poderes de gobernador a fin de aspirar a un
segundo consulado, absolutamente legítimo. Había solicitado que le permitieran
presentarse in absentia,
una petición razonable, pero los boni lo
habían vetado y habían obstaculizado todos sus intentos por llegar a un
acuerdo. Cuando todo lo demás falló, César emuló a Sila y marchó sobre Roma. No
para conservar la cabeza, que nunca había corrido peligro. La sentencia en un
tribunal plagado de adláteres de los boni habría
sido el exilio perpetuo, un destino peor que la muerte.
¿Era
traición aprobar leyes que distribuían las tierras públicas de Roma de manera
más equitativa? ¿Traición, aprobar leyes para evitar que los gobernadores
expoliaran sus provincias? ¿Traición, trasladar las fronteras del mundo romano
a un límite natural a lo largo del río Rin y proteger así Italia y el Mare
Nostrum de los germanos? ¿Eran éstas traiciones? ¿Había traicionado
César a su país al aprobar estas leyes?
Para
los boni, sí, eso había hecho. ¿Por qué? ¿Cómo
era posible? Porque para los boni tales
leyes y medidas representaban una ofensa contra el mos
maiorum, el modo en que funcionaba Roma
según la tradición y las costumbres. Las leyes y medidas de César cambiaron lo
que Roma siempre había sido. Poco importaba que
los cambios fueran por el bien común, por la seguridad de Roma,
por la felicidad y prosperidad no sólo de todos los romanos sino también de los
súbditos de las provincias: no eran leyes y medidas en consonancia con las
costumbres arraigadas, las costumbres que habían sido apropiadas para una
pequeña ciudad situada en las rutas de la sal de la Italia central hacía
seiscientos años. ¿Por qué no se daban cuenta los boni
de que las antiguas costumbres
no eran ya útiles para la única gran potencia al oeste del río Éufrates? Roma
había heredado todo el mundo occidental, y sin embargo algunos de sus
gobernantes vivían aún en los tiempos de la inicial ciudad-estado.
Para
los boni, el cambio era el enemigo, y César era
el más brillante servidor del enemigo que jamás había existido. Como Catón
solía proclamar desde la tribuna del Foro romano, César era la encarnación de
la más pura maldad. Y todo porque César tenía una mente lo bastante lúcida y perspicaz
para saber que a menos que se produjeran los cambios adecuados, Roma perecería,
acabaría envuelta en hediondos andrajos sólo apropiados para un leproso.
Así
que allí, en aquella nave, estaba
el dictador César, soberano del mundo. Él, que nunca había deseado nada más que
lo que le pertenecía: ser elegido legítimo cónsul por segunda vez diez años
después de su primer consulado, tal como estipulaba la lex
Genucia. Después de ese segundo consulado, planeaba convertirse en
un anciano hombre de estado más sensato y eficiente que aquel individuo
vacilante y timorato, Cicerón. Aceptar una misión senatorial de vez en cuando para
mandar un ejército al servicio de Roma como sólo César sabía hacerlo. Pero
¿terminar gobernando el mundo? Ésa era una tragedia digna de Esquilo o
Sófocles.
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