Cuando
Cornelia Metela desafió las tradiciones y emprendió viaje para reunirse con Pompeyo
Magno, yo deseé con toda mi alma seguir su ejemplo. Si no lo hice fue por culpa
de Porcia. ¿Por qué habías de tener una hija tan fielmente cumplidora del mos
maiorum como tú? Cuando me sorprendió empacando, se abalanzó sobre
mí como una arpía y luego fue corriendo a ver a mi padre para exigirle que me
prohibiera partir. Bueno, ya conoces a mi padre. Haría cualquier cosa para
mantener la paz. Así que Porcia se salió con la suya y sigo aquí en Roma.
Marco,
meum mel, mea
vita, vivo sola en un vacío del espíritu, sumida en dudas y preocupaciones.
¿Estás bien? ¿Piensas alguna vez en mí? ¿Volveré a verte?
No
es justo que haya pasado más tiempo casada con Quinto Hortensio que durante mis
dos matrimonios contigo. Nunca hemos hablado de ese exilio al que me
condenaste, aunque entendí inmediatamente por qué lo hacías. Lo hacías porque
me amabas demasiado, y considerabas tu amor por mí una traición a esos
principios estoicos más importantes para ti que tu propia vida, o que tu
esposa. Así que cuando la pura senectud indujo a Hortensio a pedirme en
matrimonio, tú te divorciaste de mí y me entregaste a él, por supuesto con la connivencia
de mi padre. Me consta que no recibiste un solo sestercio del anciano, pero mi padre
se embolsó diez millones. Tiene gustos caros.
Interpreté
mi exilio con Hortensio como una prueba de la profundidad de tu amor por mí.
¡Cuatro largos y horrendos años! ¡Cuatro años! Sí, él estaba demasiado viejo y debilitado
para imponerme sus atenciones, pero ¿imaginas cómo me sentía sentada a diario durante
horas con Hortensio, mientras él arrullaba a su pez preferido, Paris?
¿Echándote de menos, anhelando tu presencia, padeciendo una y mil veces tu
repudio?
Y
luego, cuando él murió y tú me tomaste como esposa una segunda vez, disfruté de
unos breves meses contigo antes de que abandonaras Roma e Italia para cumplir
con uno de tus inexorables deberes. ¿Es eso justo, Marco? Tengo sólo veintiséis
años, me he casado con dos hombres, con uno dos veces, y sin embargo aún sigo
estéril. Al igual que Porfia y Calpurnia, no tengo hijos.
Sé
lo mucho que detestas leer mis reproches, así que dejaré de quejarme. Si fueras
otra clase de hombre, no te amaría como te amo. Somos tres las que lloramos por
nuestros hombres ausentes: Porfia, Calpurnia y yo. ¿Porfia?, te oigo preguntar.
¿Porfia echa de menos al difunto Bibulo? No, no a Bibulo. Porfia echa de menos
a su primo Bruto. Lo ama, creo, en igual medida que tú me amas a mí, ya que
Porfia tiene tu misma naturaleza: la devoran las pasiones, pero todas ellas
están paralizadas por su absurda devoción a las enseñanzas de Zenón. ¿Quién era
Zenón al fin y al cabo? Un chipriota estúpido que se negaba a gozar de todas
las cosas maravillosas que los dioses nos han proporcionado para nuestro
disfrute, desde la risa hasta la buena comida. ¡Ya ves que a través de mí habla
Epicuro! En cuanto a Calpurnia, echa de menos a César. Once años su esposa, y
sin embargo sólo ha pasado unos cuantos meses con César, que mantuvo relaciones
con tu horrenda hermana hasta que se marchó a la Galia. Desde entonces, nada.
Las viudas y esposas estamos mal atendidas.
Alguien
me ha dicho que no te has afeitado ni cortado el pelo desde que saliste de Italia,
pero no imagino tu maravillosa y noble cara romana tan barbuda como la de un
judío.
Dime
por qué, Marco, se nos enseña a leer y escribir a las mujeres, si estamos condenadas
a quedarnos en casa esperando. Ahora he de dejarlo, no puedo ver a causa de las
lágrimas. Por favor, te lo ruego, escríbeme. Dame esperanza.
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