César, todos dicen que me corresponde a mí escribirte y darte esta noticia. Oh, ojalá no fuera así. No tengo ni la sabiduría ni los años para adivinar cómo abordar esto del mejor modo, así que, por favor, perdóname si en mi ignorancia te hago las cosas aún más difíciles de soportar de lo que yo sé que serán de todos modos.
Cuando murió Julia, el corazón de tu madre se partió. Aurelia era como una madre para Julia, ella la crió. Y estaba tan encantada con el matrimonio de tu hija; qué feliz era, qué vida tan bonita tenía.
Nosotros aquí, en la domus publica, llevamos una existencia muy protegida, que es lo apropiado en la casa de las vírgenes vestales. Aunque moramos en mitad del Foro, la excitación y los acontecimientos apenas llegan a rozarnos. Es lo que hemos preferido Aurelia y yo: un enclave dulce y apacible de mujeres libres de escándalo, así como de toda sospecha o reproche. Pero Julia, que nos visitaba a menudo cuando estaba en Roma, traía consigo un soplo del ancho mundo. Cotilleos, risas, pequeñas bromas.
Pero por fin acabó. Por la mañana fue capaz de vestirse y volver a casa de Pompeyo para ayudarle a ocuparse de todo lo que había que hacer. Y luego murió el pobre bebé, pero Pompeyo se negó a verlo o a besarlo, así que fue Aurelia quien organizó el diminuto funeral. Lo enterraron aquel mismo día, y Aurelia, las vestales adultas y yo fuimos las únicas asistentes al duelo. El niño no tenía nombre, y ninguna de nosotras sabíamos cuál es el tercer praenomen entre esa rama de los Pompeyos. Sólo conocíamos los nombres de Cneo y Sexto, y ambos estaban ocupados. Así que nos decidimos por Quinto, sonaba bien. Su tumba dirá Quinto Pompeyo Magno. Hasta entonces tengo yo sus cenizas. Mi padre se está ocupando de la tumba porque Pompeyo no quiere hacerlo.
Pero el corazón de tu madre se había roto. Ya no estaba con nosotros, sólo iba a la deriva. Ya sabes lo enérgica y marcial que era en sus andares, y sin embargo de repente sólo deambulaba sin rumbo. ¡Oh, fue horrible! No importa a cuál de nosotros viera, a la lavandera, a Eutico, a Burgundo, a Cardixa, a una vestal o a mí, Aurelia se paraba, nos miraba y preguntaba: «¿Por qué no he sido yo? ¿Por qué tenía que ser ella? ¡Yo no le sirvo a nadie! ¿Por qué no he podido ser yo?» Y nosotros ¿qué podíamos responderle? ¿Cómo podíamos hacer para no llorar? Entonces tu madre se ponía a aullar y volvía a repetir: «¿Por qué no podía haber sido yo?»
Así continuó durante dos meses, pero sólo delante de nosotros. Cuando venía alguien de visita a darnos el pésame, se controlaba y se comportaba tal como se esperaba que hiciese. Aunque su aspecto impresionaba a todos.
Luego se encerró en su habitación y se sentó en el suelo, donde se puso a balancearse adelante y atrás sin dejar de tararear. A veces daba un grito bestial y empezaba de nuevo a dar alaridos. Tuvimos que lavarla y cambiarle la ropa, e intentamos con ahínco convencerla para que se metiera en la cama, pero no quería. Tampoco quería comer. Burgundo le tapaba la nariz mientras Cardixa le metía por la garganta vino mezclado con agua, pero eso fue todo lo que pudimos hacer. La mera idea de sujetarla y darle de comer a la fuerza nos ponía enfermos a todos. Celebramos una reunión Burgundo, Cardixa, Eutico, las vestales y yo, y decidimos que tú no querrías que la alimentásemos a la fuerza. Si hemos errado, te suplicamos por favor que nos perdones. Lo que hicimos se hizo con la mejor de las intenciones.
No hay nada más. Mi padre se está ocupando del funeral, y te va a escribir, naturalmente. Pero ha insistido en que fuera yo quien te lo contase. Lo siento muchísimo. Echaré de menos a Aurelia con cada latido de mi corazón.
Por favor, cuídate, César. Sé que esto será un gran golpe para ti al estar tan cerca de lo de Julia. Ojalá yo comprendiera por qué suceden estas cosas, pero no lo comprendo. Aunque, de algún modo, sé qué significaba el último mensaje que te envió. Los dioses torturan a aquellos que más aman. Todo sea para mayor gloria tuya.
( C. McC. )
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