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lunes, 27 de abril de 2015

OCTAVIO SE CONVIERTE EN AUGUSTO





Después de la victoria sobre Antonio y de la anexión de Egipto, Octavio llevó a cabo la unificación del mundo mediterráneo.




Comenzaba una nueva era, la era imperial; pero, aunque omnipotente, acordándose de la trágica muerte de César, Octavio se abstuvo de proclamarse rey o dictador.



Respetó en apariencia las instituciones republicanas, aunque estaba convencido de que el principio monárquico y el carácter hereditario del poder eran necesarios para la estabilidad del Imperio.



Adorado en Oriente como un dios, fingió resignar sus poderes en el año 27 a. de J.C. El Senado romano le suplicó que conservara una parte de ellos y le confirió el título de Augusto, reservado a los dioses.



Desde entonces, cambió su nombre y se llamó Imperator César Augusto. Tenía a la sazón 36 años.



El grácil adolescente que se vio designar heredero por César siguió siendo un hombre enfermizo, que cojeaba de la pierna izquierda y que sufría una ligera parálisis en la mano derecha.



Dueño de los tesoros de Egipto, sólo comía pan ordinario, queso, pescado y fruta; desdeñaba el lujo de los nobles, llevando vestidos hechos en casa y prefiriendo una modesta habitación a salas más amplias.



Cuando su residencia, el palacio Hortensio, fue destruida por un incendio, hizo que fuera reconstruida de manera que su propio habitación quedara como antes, pequeña y amueblada con sencillez.



Suetonio nos dice que para sus desplazamientos "iba siempre a pie, haciéndose a veces transportar en una litera descubierta".



Admitía incluso a la gente del pueblo en sus audiencias, mostrándose tan bien dispuesto a recibir sus peticiones, que un día reprendió jocosamente a uno que le planteó la suya con tanta prudencia como si se tratara "de dar una moneda a un elefante".



Augusto se consideró siempre como el primer servidor del Estado: rígidamente fiel a su horario, esclavo del deber, respetuoso y práctico.



Pero estas cualidades burguesas, ciertamente estimables, indudablemente no hubieran bastado para hacer de Octavio un gran estadista, de no haber estado dotado también de una aguda inteligencia.



Más paciente y más astuto que César, habría de triunfar allí donde éste había fracasado. El régimen cuyas bases estableció sería flexible, susceptible de evolución, y lo bastante fuerte para durar cinco siglos y para dejar en la memoria de los hombres un recuerdo imperecedero, tal como lo hicieron todos los fundadores de imperios, algunos de los cuales, como Carlomagno y Otón el Grande, trataron de restaurarlos.






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