Así
que aquella tarde no había ido a verle llena de emoción y dispuesta a contarle
la noticia con la esperanza de provocar en él gozo alguno o de añadir algún
sentimiento de posesión de él; y había hecho bien predisponiéndose para no
tener esperanzas. César no estaba ni complacido ni contrariado; como le había
dicho, aquello era asunto de ella, no tenía nada que ver con él. ¿Había acariciado
ella la esperanza, aunque fuese en el fondo, de que César quisiera reclamar
aquel hijo? Creía que no, no se dirigía a su casa consciente de estar
decepcionada o deprimida. Como César no tenía esposa, sólo una unión habría
necesitado el trámite legal del divorcio: la de Silano y ella. Pero había que
ver cómo Roma había condenado a Sila por divorciarse de Elia. No es que a Sila
le hubiera importado, una vez que la joven esposa de Escauro había quedado
libre -tras la muerte de su marido- para casarse con él. Y a César tampoco le
habrían importado los rumores. Pero César tenía un sentido del honor del que
Sila carecía. Oh, no era un sentido del honor particularmente estricto, estaba
demasiado rodeado de lo que él pensaba de sí mismo y de lo que quería ser.
César se había establecido su propio modelo de conducta que abarcaba todos los
aspectos de la vida. No sobornaba a los jurados, no practicaba la extorsión en
su provincia, no era un hipócrita. Y todo ello era, ni más ni menos, la
evidencia de que lo haría todo del modo más difícil; no recurriría a las técnicas
diseñadas para hacer más fácil el progreso político. La confianza que César
tenía en sí mismo era indestructible, y nunca dudaba ni por un momento de su capacidad
para llegar hasta donde se proponía. Pero, ¿reclamar este hijo como suyo y
pedirle a ella que se divorciase de Silano para poder casarse antes de que
naciera el niño? No, eso ni siquiera se le pasaría por la cabeza a César. Y Servilia
sabía exactamente por qué. Por la única razón de que ello demostraría a sus
iguales en el Foro que estaba a merced de un inferior: una mujer.
Servilia
deseaba desesperadamente casarse con él, desde luego, aunque no para que César reconociera
la paternidad del hijo que estaba en camino. Quería casarse con él porque lo
amaba con el alma tanto como con el cuerpo, porque Servilia reconocía en César
a uno de los grandes romanos, a un marido digno que nunca defraudaría las
esperanzas sobre actuaciones militares y políticas puestas en él, a un marido
cuyo linaje y dignitas no podían hacer otra cosa que reforzar los de
ella. Él era un Publio Cornelio Escipión el Africano, un Cayo Servilio Ahala,
un Quinto Fabio Máximo el Contemporizador, un Lucio Emilio Paulo. Perteneciente
a la auténtica aristocracia patricia -la quintaesencia de un romano-, César
poseía un intelecto, una energía, una decisión y una fuerza inmensos. Un marido
ideal para una mujer de la familia de los Servilios Cepiones. Un padrastro ideal
para su amado Bruto.
( C.
McC. )
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