No sabemos nada de Homero. No sabemos siquiera si verdaderamente existió.
Según la leyenda más comúnmente aceptada, fue un «trovador» ciego del siglo VIII antes de Jesucristo, que
los señores contrataban para oírle cantar sus maravillosas historias.
Ellos no podían leerlas
porque eran analfabetos, y el
tiempo lo pasaban únicamente guerreando, cazando y saqueando. Pero
también Homero, tal vez, era analfabeto. Recogió la materia de sus poemas directamente de labios del pueblo y la transformaba, con su
inagotable fantasía, según el gusto de los aristócratas auditores.
Con todo el respeto por su genio, debía de ser un gran filón, porque en sus historias
los que le daban hospitalidad
encontraban con qué satisfacer su propio orgullo.
Cada uno de ellos, además de
ver exaltadas las gestas de sus antepasados,
hallaba un árbol genealógico que le unía más o menos directamente a un dios. Él se ganaba el pan halagándoles y tal vez pasó una vida feliz, de
parásito de lujo, y si bien no había de ser fácil contentarles a todos a causa de los odios y las rivalidades que les dividían, parece ser que lo logró.
Ciertamente,
lo que él nos ha dejado de la sociedad aquea, que era tan sólo una restringida clase dominante, no
es un retrato digno de atención, porque todos sus trazos están transfigurados y embellecidos, no sólo por el estro poético del autor, sino también por la necesidad de
agradar a los clientes, muchos de los cuales eran descendientes de aquélla. Es un retrato comparable
a lo que ahora se llama estilo pompier. Pese
a todo, aun cuando este retrato se parece más a lo que aquella sociedad
deseaba ser o tenía nostalgia de volver a ser, que a lo que era en realidad, desde
el punto de vista documental tiene gran valor y
nos permite hacernos un cuadro de su mundo.
Homero
dice que el aqueo era un pueblo de gran belleza física; atletas todos los hombres y reinas de belleza todas las mujeres. No es verdad, probablemente. Pero ello basta para hacernos comprender que la belleza
física era su máximo ideal, es más, acaso el único. Eran escrupulosamente elegantes. Y por bien que la industria de la moda se hallase en un estadio rudimentario, con lo poco que tenían hacían milagros. El único tejido que usaban, varones y hembras, era de lino. Lo llevaban en forma de saco, con un agujero para pasar la cabeza, pero cada uno le añadía guarniciones y bordados, a veces costosísimos, para darle un toque personal.
Y le concedían tal importancia,
que Príamo, para lograr la restitución del cadáver de Héctor por Aquiles,
ofreció a éste a cambio su vestido, como la más preciosa de las propinas.
Las casas eran de adobe
y paja las de los pobres, y de ladrillo con basamento de piedra las de los ricos. Se entraba en ellas por una puerta central, y en la mayoría de los casos no había divisiones
de aposentos ni ventanas. La cocina no existió hasta mucho después. Se guisaba en medio de la única estancia, que tenía un agujero en el techo para que saliera el humo. Solamente los grandes
señores tenían cuarto de baño. Y fueron señaladas como extravagancias de millonarios la de Penélope, que se encargó una silla con brazos, y la de Ulises, que construyó para
ambos una cama doble. Verdad es que debía tener que compensarla de los veinte años de
viudez en que la había dejado.
¡Pero la cosa, según parece, ocasionó cierto escándalo!.
No hay templos. Aunque
muy religiosos, los señorones aqueos derrochan mucho para sus propios palacios, mas se preocupan poco
para hospedar dignamente a sus dioses, es más, les dejan al raso, incluso en invierno. Ulises, que después de tantas aventuras,
en la vejez fue sedentario y casero, se construyó incluso
un patio con arriates, árboles
y caballeriza. Y Paris, el seductor de Helena, se hizo construir una garçonniere por los más expertos arquitectos de Troya, pero no sabemos cómo era.
Además de la casa y la indumentaria, las dos clases
—dominadores y dominados— se diferenciaban en la alimentación. Los generales de la guerra de Troya son carnívoros y tienen predilección por los lechones;
suboficiales y soldados son vegetarianos, y se alimentan de trigo
tostado y, cuando lo encuentran, de pescado. Los primeros beben vino y usan la
miel como azúcar. Los segundos beben agua. Ni unos ni otros conocen los cubiertos. Usan solamente las manos y el cuchillo. Ninguno es propietario de tierras a título personal. La propiedad es de la familia, en cuyo seno rige una especie de régimen comunista. Ella es la que vende, compra y distribuye honores y ganancias, asignando a cada cual su tarea. Dado que habitualmente es muy numerosa y la articulación de la sociedad en
categorías y oficios es aún rudimentaria, la familia, en general, se basta a sí misma aun desde el punto de vista artesano y profesional. Siempre hay un hijo albañil, otro carpintero, otro zapatero. Y esto sucede incluso en las casas de los señores, hasta en la corte, donde el rey siega, acepilla, cose y clava tachuelas.
No se labran metales, es más, ni siquiera se buscan mediante excavaciones mineras. Se
prefiere importarlos del Norte ya manufacturados, y
fue precisamente esta carencia lo que provocó la catástrofe de los aqueos el día que se encontraron frente a los dorios, más
bárbaros que ellos, pero provistos de instrumentos de
acero. La vida se estanca en estos microcosmos domésticos de horizontes limitados. Grecia está erizada de cadenas
montañosas que tornan difíciles los viajes y contactos. Faltan caminos. Y como medio de transporte existe el carro, tirado por mulos o por hombres. Pero,
a la sazón, poseer un carro era como poseer hoy un yate.
Dentro de la
familia, además de quien forma parte de ella por sangre o por matrimonio, hay también los esclavos, pero menos numerosos y mucho mejor tratados
de lo que serán en Roma.
En general son mujeres, y se acaba por considerarlas como de
casa. El dinero es solamente un medio de cambio, no un índice de riqueza, que se mide únicamente
en bienes naturales materiales, hectáreas de tierra y ganado. La única moneda que se conoce es, por lo demás, un
lingote de oro, el talento, pero al que se recurre sólo en las transacciones importantes. De lo contrario, se sirven del acostumbrado pollo, o la medida de trigo, o el cerdo.
Moralmente,
estamos más bien bajos. Ulises, presentado como ejemplo y
modelo, es uno de los más descarados embusteros y embrollones de la historia. Y la medida de su grandeza la proporciona solamente el éxito, que debía ser la verdadera religión
de aquella gente,
prescindiendo de los medios para alcanzarlo. El trato que da Aquiles al cadáver
de Héctor es ignominioso. La única virtud
respetada y practicada es la hospitalidad. Debía imponerse la aspereza del país, los peligros que se corrían, y, por tanto,
la
utilidad de conceder asilo para poder disfrutar de él
a su vez en caso de necesidad. La estructura de la familia es patriarcal, pero la
mujer ocupa un sitio superior al que le asignarán los romanos. El hecho de que para
entusiasmar al pueblo y llevarle a morir bajo las murallas de
Troya, hubiera que inventar una historia sentimental, basta
para decir cuánto contaba el amor en la sociedad aquea. Para el matrimonio, la muchacha no tiene elección. Tiene que
aceptar la de
su padre, que en general la contrata al padre del novio,
en términos de vacas y pollería. Una muchacha guapa vale hasta un
rebaño entero
o una manada entera. La fiesta nupcial, en la que participan las dos familias, es de carácter religioso, pero se celebra sobre todo a copia de comilonas y de danzas al son de la flauta y de la lira. No obstante, una vez convertida en ama de casa, la esposa lo es en serio. No tiene derecho a quejarse de las infidelidades del marido, que solían ser frecuentes, pero hace las comidas con él, goza de su confianza, le ayuda en el trabajo y cuida de la educación de los hijos, que por lo demás se reduce a la sola
disciplina, pues nadie se preocupa de aprender o de enseñar a leer y a escribir. Un rasgo
curioso, y que subraya la domesticidad de esta vida, es que en la cocina regularmente están los hombres, no las mujeres. Éstas tejen y cosen. En general
son muchachas castas y esposas fieles. El caso de Clitemnestra y de Helena puede
ser considerado sensacional y monstruoso.
La polis, o sea
la ciudad propiamente dicha, no ha nacido aún. Así se llama solamente el palacio o el castillo del señor aqueo, que al principio
tiene un poder muy limitado sobre los geni circundantes. Los geni son los
que en Roma serán las geníi: grupos de familias que se reconocen un antepasado común. Es
la amenaza exterior lo que crea la unidad. Frente al peligro de una invasión, los
cabezas de familia se estrechan en torno al señor que les reúne en asambleas y toma con ellos, democráticamente,
las decisiones del caso. Pero a poco, de esta Asamblea en la que tenían derecho a
participar todos los ciudadanos libres y varones, se derivó un Consejo que fue una especie de Senado, en el que participaban solamente los capitanes de los geni. El «señor» comenzó a llamarse «rey», y tuvo todos los poderes religiosos, militares y judiciales, pero bajo el control
del Consejo, que hasta podía deponerle.
La ley no existía: tal era considerado el veredicto del rey, que lo emanaba de su cabeza. Y ni siquiera había impuestos. El erario, que además era la caja personal del soberano, se alimentaba con «donativos» y, sobre todo, con
los botines de
guerra. Por esto los aqueos fueron conquistadores. Las guerras contra
Creta y después contra Troya fueron
seguramente impuestas también por agobios financieros. Sin embargo, si bien todas fueron conquistas de ultramar, los aqueos
no era un pueblo marinero, o por lo menos lo eran mucho menos que los fenicios, que a la sazón dominaban el
Mediterráneo oriental.
( Indro Montanelli )
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