miércoles, 1 de enero de 2020

HOMERO Y LA SOCIEDAD AQUEA


 

No sabemos nada de Homero. No  sabemos  siquiera si verdaderamente existió. Según la leyenda más comúnmente aceptada, fue un «trovador»  ciego  del  siglo VIII antes de Jesucristo, que los señores contrataban para oírle cantar sus maravillosas historias. Ellos no podían leerlas porque eran  analfabetos, y  el  tiempo lo pasaban únicamente guerreando, cazando y saqueando. Pero también Homero, tal vez, era analfabeto. Recogió la materia de sus poemas directamente de labios del pueblo y la  transformaba,  con  su  inagotable fantasía, según el gusto de los aristócratas auditores.

 

Con todo el respeto por su genio, debía  de  ser  un gran filón, porque en sus historias los que le daban hospitalidad encontraban con qué satisfacer su propio orgullo. Cada uno de ellos,  además  de  ver exaltadas las gestas de sus antepasados, hallaba un árbol genealógico que le  unía  más  o  menos  directamente  a un dios. Él se ganaba el pan halagándoles y  tal  vez pasó una  vida  feliz,  de  parásito  de  lujo,  y  si  bien no había  de  ser  fácil  contentarles  a  todos  a  causa  de los odios y las rivalidades que les  dividían, parece ser que lo logró.

 

Ciertamente, lo que él nos ha dejado  de  la  sociedad aquea, que era tan sólo una restringida clase dominante, no es un retrato digno de atención, porque todos sus trazos están transfigurados  y  embellecidos, no sólo por el estro poético  del autor,  sino  también por la necesidad  de  agradar  a  los  clientes,  muchos de los cuales eran descendientes de aquélla. Es un retrato comparable a lo que ahora se llama estilo pompier. Pese a todo, aun cuando este retrato se  parece más a lo que  aquella  sociedad  deseaba  ser  o tenía nostalgia de volver a ser, que a lo que era en realidad, desde el punto de vista documental tiene gran valor y nos permite hacernos un cuadro de su mundo.

 

Homero dice que el aqueo era un pueblo de gran belleza  física;  atletas  todos  los   hombres  y   reinas de belleza todas las mujeres. No es verdad, probablemente. Pero ello basta para hacernos  comprender que la belleza física era  su  máximo  ideal,  es  más,  acaso el único. Eran escrupulosamente elegantes. Y por bien que la industria de la moda se hallase en un estadio rudimentario, con lo poco que tenían hacían milagros. El único tejido que usaban,  varones  y  hembras,  era de lino. Lo llevaban en forma de  saco,  con  un  agujero para pasar la cabeza, pero cada uno le añadía guarniciones y bordados, a veces costosísimos, para darle un toque personal. Y le concedían tal importancia, que Príamo, para lograr la restitución del cadáver de Héctor por Aquiles, ofreció a éste  a  cambio su vestido, como la más preciosa de las propinas.

 

Las casas eran  de  adobe  y  paja  las  de  los  pobres, y de ladrillo con basamento de piedra las de los  ricos. Se entraba en ellas por una puerta central, y en la mayoría de los casos no  había  divisiones  de  aposentos ni ventanas. La cocina no existió hasta mucho después. Se guisaba en medio  de  la  única  estancia, que tenía un agujero en el techo para que saliera el humo. Solamente los  grandes  señores  tenían  cuarto de baño. Y fueron señaladas como extravagancias de millonarios la de Penélope, que se  encargó  una  silla con brazos, y la de Ulises, que construyó para ambos una cama doble. Verdad es que debía tener que compensarla de los veinte años de viudez en que la había dejado. ¡Pero la cosa, según parece, ocasionó cierto escándalo!.

 

No hay templos. Aunque muy religiosos, los señorones aqueos derrochan mucho para sus propios palacios, mas se preocupan poco para hospedar dignamente a sus dioses, es más, les dejan al raso, incluso en invierno. Ulises, que después de  tantas  aventuras,  en la vejez fue sedentario  y  casero,  se  construyó  incluso un patio con arriates, árboles y caballeriza.  Y  Paris, el seductor de Helena, se hizo construir una garçonniere por los más expertos arquitectos de  Troya, pero no sabemos cómo era.

 

Además de la casa y  la  indumentaria,  las  dos  clases —dominadores y dominados— se  diferenciaban en  la alimentación. Los generales de la guerra de Troya son carnívoros y tienen predilección por los lechones; suboficiales y soldados son vegetarianos, y se alimentan de trigo tostado y, cuando lo encuentran, de pescado. Los primeros beben vino y usan  la  miel como azúcar. Los segundos beben agua. Ni unos  ni otros conocen los cubiertos. Usan solamente las  manos y el cuchillo. Ninguno es propietario de tierras a  tulo personal. La propiedad es de la familia, en cuyo seno rige una especie  de  régimen  comunista.  Ella  es la que vende, compra y distribuye honores y ganancias, asignando a cada cual su tarea. Dado que habitualmente es muy numerosa y la articulación de la sociedad en categorías y oficios es aún rudimentaria, la familia, en general,  se  basta  a    misma  aun desde el punto de vista  artesano  y  profesional.  Siempre hay un hijo albañil, otro  carpintero, otro zapatero.  Y esto sucede incluso en  las  casas  de  los  señores,  hasta en la corte, donde el rey siega, acepilla, cose y clava tachuelas.

 

No se labran metales, es más,  ni  siquiera  se  buscan mediante excavaciones mineras. Se prefiere importarlos del Norte ya  manufacturados, y fue precisamente esta carencia lo que provocó la catástrofe de los aqueos el día que se encontraron frente a los dorios, más bárbaros que ellos, pero provistos de instrumentos de acero. La vida se estanca en estos microcosmos domésticos de horizontes limitados. Grecia está erizada de cadenas montañosas que tornan difíciles  los viajes y contactos. Faltan caminos. Y como medio de transporte existe el carro, tirado por mulos o por hombres. Pero, a la sazón, poseer un carro era como poseer hoy un yate.

 

Dentro de la familia,  además  de  quien  forma  parte de ella por  sangre  o  por  matrimonio,  hay  también  los esclavos, pero menos numerosos y mucho mejor tratados de lo que serán en Roma. En general son mujeres, y se acaba por  considerarlas  como  de  casa. El dinero es solamente un medio de cambio, no  un índice de riqueza, que se mide únicamente en bienes naturales materiales, hectáreas  de tierra y ganado. La única moneda que se conoce es, por lo demás, un lingote de oro, el talento,  pero  al que  se recurre  sólo en las transacciones importantes. De lo contrario, se sirven del acostumbrado pollo, o  la  medida de  trigo, o el cerdo.
 

Moralmente, estamos más bien bajos. Ulises, presentado como ejemplo y modelo, es uno de los más descarados embusteros y embrollones de la historia. Y la medida de su grandeza la  proporciona solamente el éxito, que debía ser la verdadera religión  de  aquella gente, prescindiendo de los medios para alcanzarlo. El trato que da Aquiles al cadáver de Héctor es ignominioso. La única virtud respetada y practicada es la hospitalidad. Debía imponerse  la  aspereza  del  país,   los peligros  que  se  corrían,  y,  por  tanto,  la  utilidad de conceder asilo para  poder  disfrutar  de  él  a  su  vez en caso de necesidad. La estructura de la familia es patriarcal, pero la  mujer  ocupa  un  sitio  superior  al que le asignarán los romanos. El hecho de que para entusiasmar al pueblo y llevarle a morir bajo  las murallas de Troya, hubiera que inventar una historia sentimental, basta para decir  cuánto  contaba  el  amor en la sociedad aquea. Para  el  matrimonio,  la  muchacha no tiene elección. Tiene que  aceptar  la  de  su  padre,  que  en  general  la  contrata  al  padre  del  novio,  en términos de  vacas  y  pollería.  Una  muchacha  guapa vale hasta un  rebaño entero o una  manada  entera.  La fiesta nupcial, en la  que participan las  dos  familias, es de carácter religioso, pero se celebra sobre todo a copia de  comilonas y  de danzas al  son  de  la flauta y  de  la  lira.  No  obstante,  una  vez  convertida  en ama de casa, la esposa lo es en serio.  No  tiene  derecho a quejarse de las infidelidades del marido, que solían ser frecuentes, pero hace las comidas  con  él, goza de su confianza,  le  ayuda  en  el  trabajo y  cuida de la educación de los hijos, que por lo  demás  se reduce a la  sola  disciplina,  pues  nadie  se  preocupa de aprender o de enseñar  a  leer  y  a  escribir. Un rasgo  curioso,  y  que  subraya  la  domesticidad  de esta vida, es que en la cocina regularmente están los hombres, no las mujeres. Éstas tejen y cosen. En general son muchachas castas y esposas fieles. El caso de Clitemnestra y de Helena puede ser considerado sensacional y monstruoso.
 
La  polis,  o  sea  la  ciudad  propiamente  dicha,  no ha nacido aún.  Así  se  llama  solamente  el  palacio  o el castillo del señor aqueo, que al principio tiene un poder muy limitado sobre los geni circundantes. Los geni son los que en Roma serán las geníi: grupos de familias que se  reconocen  un  antepasado  común.  Es la  amenaza  exterior  lo  que  crea   la  unidad.  Frente al peligro de una invasión, los cabezas de familia se estrechan en torno al señor que les reúne en asambleas y toma con ellos, democráticamente, las decisiones del caso. Pero a poco,  de  esta  Asamblea  en  la que tenían derecho a participar todos los ciudadanos libres y varones, se derivó un Consejo que fue una especie de Senado, en el que participaban solamente  los capitanes de los geni. El «señor» comenzó a llamarse «rey», y tuvo todos los poderes religiosos, militares y judiciales, pero bajo el control del Consejo, que hasta podía deponerle.
 
La ley no existía: tal era  considerado el veredicto  del rey, que lo emanaba de su cabeza. Y ni siquiera había impuestos. El erario, que además era la caja personal del soberano, se alimentaba con «donativos» y, sobre todo, con  los  botines  de  guerra.  Por  esto los aqueos fueron conquistadores. Las guerras contra Creta y después contra Troya fueron seguramente impuestas también por agobios financieros. Sin  embargo, si bien todas fueron conquistas de ultramar, los aqueos no era un pueblo marinero, o por lo menos lo eran mucho menos que los fenicios, que a la sazón dominaban el Mediterráneo oriental.

( Indro Montanelli )



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