viernes, 1 de agosto de 2014

LA XV LEGIÓN DE CAYO JULIO CÉSAR EN LA GALIA




La decimoquinta estaba formada en columna a la mañana siguiente al alba cuando César, Lucio César, Aulio Hircio y Décimo Bruto entraron a caballo en el campamento. Cualquier nerviosismo que hubiera agitado a la decimoquinta desde el momento en que se le informó de que se ponía en marcha y el comienzo de la marcha en si, no se notaba en absoluto; la primera cohorte se puso en su lugar detrás del general y sus tres legados con enorme precisión, y la décima cohorte, situada en la cola, se movió casi al mismo tiempo que la primera.


Los legionarios marchaban de ocho en fondo en sus diez octetos mientras el sol naciente se reflejaba en las cotas de malla pulidas para un desfile que no había empezado a celebrarse. Cada hombre, con la cabeza descubierta, llevaba un cinturón con espada y daga y acarreaba el pilum en la mano derecha. Colocaba el petate en una vara en forma de T inclinada sobre el hombro izquierdo, de la cual el artículo colgado más notable era el escudo en su funda de pellejo y el casco que sobresalía como una ampolla en lo alto. En el petate llevaban una ración de trigo para cinco días, garbanzos (o alguna otra legumbre) y tocino; un frasco de aceite, un plato y una taza, todo ello de bronce; sus cosas de afeitar; túnicas de repuesto, pañuelos del cuello y ropa interior; la cresta de cola de caballo teñida para el casco; el sagum circular (con un agujero en el medio para asomar la cabeza por él) hecho de lana de Liguria engrasada para hacerla impermeable; calcetines y pieles para poner dentro de las caligae en el tiempo frío; una manta; un cesto de mimbre plano para llevar tierra; y cualquier otra cosa sin la que no pudieran vivir, tales como un talismán de la suerte o un mechón de cabello de su novia. 


Algunos artículos de primera necesidad se repartían entre los componentes del octeto: un hombre llevaba el pedernal para hacer fuego, otro la sal del octeto, otro el valioso trocito de levadura que servía para hacer el pan, o una colección de hierbas, o una lámpara, o un frasco de aceite para la lámpara, o un pequeño haz de ramitas para encender el fuego. Algunas herramientas para cavar, como una dolabra o pala y dos estacas para la empalizada del campamento iban sujetas con correas a la vara de la estructura que aguantaba el petate de cada hombre, lo que la hacía del tamaño adecuado para que las pudieran llevar con comodidad en la mano.


En la mula del octeto iba un pequeño molinillo para moler grano, un hornito de arcilla para cocer el pan, utensilios de cocina de bronce, pila de repuesto, agua en pellejos y una tienda de piel doblada de forma compacta y apretada junto con las cuerdas y los postes. 


Las diez mulas de la centuria iban trotando detrás de la misma, y a la mula de cada octeto la atendían los dos criados no combatientes del octeto, entre cuyas obligaciones durante la marcha estaba el importante deber de abastecer de agua a los hombres mientras avanzaban. Como no había caravana formal de impedimenta en aquella marcha urgente, el carromato de cada centuria, tirado por seis mulas, iba detrás de la misma; contenía herramientas, clavos, cierta cantidad de equipo privado, barriles de agua, una piedra de molino más grande, comida extra y la tienda y las pertenencias del centurión, que era el único hombre de la centuria que marchaba sin estorbos.


Cuatro mil ochocientos soldados, sesenta centuriones, trescientos artilleros, un cuerpo de cien ingenieros y artificieros y unos mil seiscientos no combatientes formaban la legión, que tenía al completo todas sus fuerzas. Con ella, tiradas por mulas, viajaban las treinta piezas de artillería de la decimoquinta: diez ballestas para arrojar piedras y veinte catapultas de varios tamaños, junto con los carromatos en los que se transportaban piezas de recambio y municiones. 


Los artilleros escoltaban sus queridas máquinas, engrasando los agujeros de los ejes, preocupándose por ellas, acariciándolas. Sabían hacer muy bien su trabajo, cuyo éxito no dependía de la suerte ciega, pues los artilleros entendían de trayectorias, y con el proyectil de una catapulta eran capaces de acabar, con extraordinaria precisión, con cualquier enemigo que estuviera manejando un ariete o una torre de asedio. Los proyectiles eran para blancos humanos, las piedras o los cantos rodados para maquinaria de bombardeo o para sembrar el terror entre una masa de gente.

( C. McC. )



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