Es de mujeres arrebatarse por la ira, y de fieras, y no de las más generosas, morder y escarnizarse en los caídos. Los elefantes y los leones pasan de largo cuando derriban a sus enemigos; el ensañamiento es de bestia innoble.
Pasión por los romanos. Un blog de divulgación creado por Xavier Valderas que es un largo paseo por el vasto Imperio Romano y la Antigüedad, en especial el mundo greco-romano.
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miércoles, 25 de mayo de 2022
DE LA CLEMENCIA AL EMPERADOR NERÓN, de Lucio Anneo Séneca
Libro
I y II
LIBRO PRIMERO
I.- Me
he propuesto, ¡Oh César Nerón!, escribir de la clemencia para hacer en cierto
modo de espejo y presentando tu imagen a ti mismo, hacerte llegar al placer
mayor de todos. Porque aunque en realidad el verdadero fruto de las obras
rectas sea el haberlas hecho y no haya ningún premio digno de las virtudes
fuera de ellas mismas, es grato examinar y recorrer una buena conciencia, y
luego dirigir la vista a esa inmensa muchedumbre, discorde, sediciosa,
desgobernada, dispuesta a correr tanto a la destrucción de los demás como a la
propia, si rompiera este yugo, y hablar así consigo mismo: "¿Por ventura
he sido yo de todos los mortales el que agradé a los Dioses y fuí elegido para
hacer en la tierra las veces de ellos?. Soy yo, para los pueblos, el árbitro de
la vida y de la muerte: la suerte y condición que tenga cada uno está en mi
mano; lo que la fortuna quiera dar a cada uno, los pronuncia por mi boca; de
nuestra respuesta los pueblos y las ciudades conciben causas de alegría;
ninguna parte del mundo es próspera sino por mi voluntad y favor; todos estos
millares de espadas, que contienen mi paz, serán desenvainadas a una señal mía;
las naciones que han de ser destruidas totalmente, las que han de trasladarse,
a cuáles se les ha de dar libertad, a cuáles se les ha de quitar, qué reyes han
de hacerse esclavos, cuáles cabezas conviene que ciñan la diadema regia, qué
ciudades han de derrumbarse, cuáles han de nacer, es derecho mío decretarlo.
Con este poder tan grande ni la ira, ni el ímpetu juvenil, ni la temeridad, ni
la obstinación de los hombres, que con frecuencia acaban con la paciencia de
los más tranquilos, ni la gloria, dura pero frecuente en los muy poderosos, de
manifestar su poder por el terror, me han impulsado a suplicios injustos.
Envainada, más aun, atada a mi lado, tengo la espada; suma es mi parsimonia aún
de la sangre más vil; no hay nadie que, si le faltan otros títulos, no
encuentre gracia en mí por ser hombre. Tengo escondida la severidad, pero a la
vista la clemencia; me comporto como si hubiera de dar cuenta a las leyes, que
del olvido y de las tinieblas yo he traído a la luz del día. Me conmovió la
poca edad del uno, la vejez del otro: perdoné a uno por su dignidad, a otro por
su bajeza; cuando no encontré ninguna razón de misericordia, me perdoné a mí
mismo. Si hoy los Dioses inmortales me pidiesen cuentas del género humano,
estoy preparado para devolvérselo hombre por hombre. Audazmente puedes
proclamar, oh César, que todas las cosas que han sido puestas bajo tu fidelidad
y tutela están segura y que nada por ti se le quita a la República o por la
violencia o clandestinamente. Aspiraste a una rarísima alabanza, hasta ahora no
concedida a ningún príncipe: la de no dañar. No ha sido este esfuerzo en vano,
ni ésta tu singular bondad ha encontrado apreciadores malignos o ingratos. Se
te agradece: nunca fué un hombre tan querido para otro como tú para el pueblo
romano, del que eres el mayor y duradero bien. Pero te has impuesto una gran
carga; nadie habla del divino Augusto, ni de los primeros tiempos de Tiberio
César, ni nadie busca fuera de ti un ejemplar que quiera que tú imites; se
exige que tu principado sea a tu propio gusto. Difícil sería esto, si esta
bondad no te fuese natural, sino afectada temporalmente. Porque nadie puede
llevar un disfraz durante mucho tiempo; las cosas fingidas pronto vuelven a su
condición natural; lo que se sostiene en la verdad y nace, por así decirlo, de
lo sólido, con el tiempo va a más y mejor. Grande era el azar que corría el
pueblo romano, pues era incierto lo que daría de sí esta tu noble índole; los
deseos públicos ya están asegurados, porque no hay peligro de que te capte un
súbito olvido de ti mismo. La demasiada facilidad hace ciertamente a los
hombres codiciosos y nunca son los deseos tan moderados, que cesen cuando
consiguen su objeto, sino que pasan de cosas grandes a otras mayores, y cuando
se consigue lo inesperado se fomentan las más insensatas esperanzas; ahora, sin
embargo, todos tus súbditos confiesan que son felices y que a lo que ya tienen
nada se puede añadir, sino que sea perpetuo. A esta confesión, que es lo último
que hace el hombre, le obligan muchas cosas: profunda seguridad, abundancia, el
derecho puesto sobre toda injuria; se ofrece a los ojos la forma más alegre de
la República, a cuya suprema libertad nada le falta sino el permiso de
destruirse a sí misma. Lo principal, sin embargo, es que igual admiración por
tu clemencia ha llegado a los más elevados y a los más bajos; porque los demás
bienes los siente cada uno en proporción con su fortuna y los espera mayores o
menores; de la clemencia todos esperan lo mismo, y no hay nadie tan complacido
en su inocencia que no se goce de estar en presencia de la clemencia, propicia
a los errores humanos.
II.- Sé que hay algunos que piensan que la clemencia sostiene al peor, porque sin
crimen es superflua, y es la sola virtud que no tiene sentido entre inocentes.
Pero, en primer lugar, así como la medicina sólo se usa entre los enfermos,
pero también es estimada por los sanos, así también aunque invoquen la
clemencia los merecedores de castigo, también la reverencian los inocentes. En
segundo lugar, también tiene la clemencia su lugar entre éstos, porque a veces
el infortunio se tiene como culpa: no sólo socorre a la inocencia la clemencia,
sino también con frecuencia a la virtud, porque por la condición de los tiempos
suceden tales cosas que pueden ser castigadas las laudables. Añade a esto que
la mayoría de los hombres delincuentes pueden volver a la penitencia si se les
perdona el castigo. Sin embargo, no conviene perdonar a todo el mundo, pues
cuando se quita la diferencia entre los malos y los buenos, nace la confusión y
brotan los vicios; por eso ha de usarse de una moderación que sepa distinguir
entre los caracteres curables y los que no tienen remedio. Ni conviene tener
una clemencia común y vulgar, ni tampoco estrecha, pues tanta crueldad es
perdonar a todos como a ninguno. Debemos tener mesura, pero como el equilibrio
es difícil, lo que haya de ser más de lo justo, inclinarse a la parte más
humana.
III.- Pero esto se dirá mejor en su lugar. Ahora dividiré en tres partes toda esta
materia. La primera será de la remisión del castigo; la segunda, la que muestre
la naturaleza y manera de ser de la clemencia; pues como hay algunos vicios que
imitan a las virtudes, no pueden distinguirse como no marques las señales por
las que se reconocen; en tercer lugar, buscaremos cómo se conduce el ánimo a
esta virtud, cómo la confirma y con el uso la hace suya. Es necesario
convencerse de que ninguna de todas las virtudes conviene más al hombre, pues ninguna
es más humana; esto es verdad no solamente según nosotros, que queremos que
aparezca el hombre como un animal social, nacido para el bien común, sino
también según aquellos que destinan el hombre al placer y refieren a su propia
utilidad todos sus dichos y hechos; porque quien desea la quietud y el
recogimiento, alcanzó ya esta virtud, que ama la paz y retiene la mano, más
conforme a su naturaleza. A nadie, sin embargo, conviene tanto la clemencia,
como al rey o al príncipe. Porque los grandes poderes son para honor y gloria,
si su influencia es saludable, como es funesta la fuerza que vale para dañar.
Finalmente es estable y fundada la grandeza de quien todos saben que está por
encima de ellos y en favor de ellos, cuyos cuidados en atender al bienestar de
cada uno y de todos diariamente experimentan; que, cuando sale al público, no
le huyen como si un monstruo o un animal nocivo saltase de su cubil, sino que a
porfía corren a él como a un astro luminoso y benéfico. Para defenderlo están
dispuestísimos a ofrecerse al puñal de los asesinos y echar sus cuerpos por
tierra, si para salvarlo, hay que hacerle camino con una matanza humana;
defienden su sueño con centinelas nocturnos, lo protegen formando un círculo a
su alrededor y hacen barrera contra los peligros que le asaltan. No es sin
razón este consentimiento de los pueblos y de las ciudades en proteger y amar
de este modo a los reyes y en sacrificarse a sí y a sus cosas, siempre que lo
exige la salvación del que los manda; ni es vileza o locura que tantos miles
empuñen la espada por uno solo y que con muchas muertes se rescate una vida, a
veces la de un hombre viejo e inválido. Así como todo el cuerpo sirve al alma
y, aunque el cuerpo sea mucho mayor y más hermoso y el alma más sutil,
imperceptible y oculta en sitio desconocido, las manos, los pies y los ojos
están a su servicio, y la piel la defiende, y por orden suya descansamos o
corremos inquietos; si ella lo manda, escudriñamos los mares en busca de
ganancias, cuando es un señor avaro; o si es ambicioso, ponemos la mano derecha
en el fuego o voluntariamente nos precipitamos en una sima; así también esta
inmensa muchedumbre, agrupada en torno de la vida de uno, se rige por el
espíritu de éste y se doblega a su razón, mientras que sucumbiría o se quebrantaría
con solas sus propias fuerza, si no la sostuviera la prudencia de aquél.
IV.- Están, pues, salvando su propia vida, cuando por un hombre van diez legiones al
combate y corren a las primeras líneas y oponen sus pechos a las heridas para
que no caigan las banderas de su soberano. Porque éste es el vínculo por el que
permanece unida la República, el aliento vital que respiran tantos miles, que
no serían los mismos más que carga y botín, si se les sustrajera la mente que
los gobierna. Salvo el rey, todos tienen una mente; muerto, rompen los pactos.
(Virgilio Geórgicas,IV,212). Esta calamidad sería la destrucción de la paz
romana, convertiría en ruinas la fortuna de un gran pueblo; estará lejos de
este peligro ese pueblo tanto tiempo cuando sepa llevar los frenos, pero si
alguna vez los rompe o por algún azar se relajan, no consentirá que se los
vuelvan a poner; esta unidad y esta ensambladura de tan gran imperio saltaría
en mil pedazos y esta unidad dejaría de dominar tan pronto como dejara de
obedecer. Por eso no es de maravillar que los príncipes y los reyes y los que
con cualquier nombre son defensores del Estado sean amados más que se ama a los
amigos privados, pues si para los hombres cuerdos los intereses públicos están
sobre los privados; es lógico que sea también más querido aquel en quien se ha
transformado la República. Porque ya desde muy antiguo se identificó tanto el
César con la República que no pueden separarse el uno de la otra sin que ambos
perezcan; porque el César tiene necesidad de fuerza, y la República de cabeza.
V.- Tal vez parezca que mi razonamiento se ha alejado mucho de lo propuesto, pero,
a fe mía, está apretando la misma cosa. Pues sí, como hasta ahora se colige, tú
eres el alma de tu República y ésta es tu cuerpo, ves, según pienso, cuán
necesaria es la clemencia: porque te perdonas a tí mismo cuando parece que
perdonas a otro. Se ha de perdonar, pues, aun a los ciudadanos culpables, como
si fueran miembros enfermos, y si alguna vez es necesario derramar sangre, ha
de contenerse la mano para que no hiera más de lo necesario. Como decía, pues,
conviene la clemencia a todos los hombres según la naturaleza, pero
principalmente a los que mandan, tanto más por cuanto en ellos tienen más que
guardar y mayor campo en que se manifieste. ¡Cuán poco, en efecto, daña la
crueldad privada!. La crueldad de los príncipes es la guerra. Aunque haya
concordia entre las virtudes y ninguna sea mejor o más honrada que la otra,
hay algunas, sin embargo, que convienen más a determinadas personas. Conviene
la magnanimidad a cualquier mortal, hasta a aquel debajo del cual no hay nadie:
porque ¿qué mayor o más fuerte que vencer el infortunio?. Y, sin embargo, esta
magnanimidad tiene más amplio lugar en la buena fortuna y se ve mejor en lo
alto de un tribunal que en la llanura. La clemencia, en cualquier casa que
entre, le hará feliz y tranquila, pero en el palacio, cuanto más rara es, tanto
es más admirable. Porque ¿qué más digno de recuerdo que aquel cuya ira no tiene
obstáculos, cuya sentencia más pesada recibe el asentimiento de los mismos, que
por ella perecen, a quien nadie ha de interpelar, más aun, ni siquiera
suplicar, si se enojó con más vehemencia, se haga violencia a sí mismo y que
use de su poder mejor y más plácidamente pensando para sí: "Matar contra
la ley todos pueden; salvar, nadie sino yo". A una gran fortuna conviene
un gran ánimo, el cual, si no se levanta a gran altura y está tan alto como
ella, la echa abajo por tierra; propio es de una gran ánimo estar plácido y
tranquilo y despreciar altivamente injurias y ofensas. Es de mujeres
arrebatarse por la ira, y de fieras, y no de las más generosas, morder y
escarnizarse en los caídos. Los elefantes y los leones pasan de largo cuando
derriban a sus enemigos; el ensañamiento es de bestia innoble. No está bien en
el rey una ira cruel e inexorable, porque no se eleva mucho sobre el otro, sino
que irritándose se iguala a él; pero si da la vida, si da dignidad a los que
peligran y merecieron perderla, hace lo que no puede nadie, sino el poderoso:
porque la vida puede quitarse aun al superior, pero no se da sino al inferior.
Salvar es propio de la mejor fortuna, y nunca debe ser más admirada, que cuando
le acontece poder lo mismo que los Dioses, por cuya merced somos todos
alumbrados, los buenos y los malos. Atribuyéndose, pues, el modo de ser de los
Dioses, vea el príncipe gustoso a aquellos de sus súbditos que son buenos y
útiles, deje a otros hacer número; gócese con que existan los unos y tolere a
los otros.
VI.- Piensa cuánta soledad y devastación habría en esta ciudad, en que la turba
circulando sin cesar por calles amplísimas choca siempre que se le pone algún
obstáculo que demore su curso de torrente rápido, donde se necesitan al mismo
tiempo tres espaciosos teatros, en la que se consume lo que se produce en todas
las tierras, si no se dejase en ella más que lo que diera por bueno un juez
severo. ¿Cuántos cuestores hay que no sean reprensibles ante la misma ley en
cuyo nombre interrogan? ¿Cuántos acusadores carecen de culpa?. Y no sé si hay
alguien más difícil para dar el perdón que el que tuvo que pedirlo con
frecuencia. Todos pecamos, unos grave, otros levemente, unos con deliberación,
otros impulsados fuertemente o arrastrados por la maldad ajena; unos
permanecimos con poca fortaleza en los buenos propósitos y perdimos la
inocencia de mala gana y con resistencia; no solamente hemos delinquido, sino
que delinquiremos hasta el fin de la vida. Aunque alguno haya purificado ya tan
bien su ánimo, que nada pueda en adelante desviarle y engañarle, sólo pecando
ha llegado a la inocencia.
VII.- Puesto que hice mención de los Dioses, propondré al príncipe el mejor ejemplo
que imite: que sea para sus súbditos como quiere que los Dioses sean para él.
¿Le convendría que las deidades fueran inexorables con sus pecados y errores,
que fueran hostiles hasta la última destrucción?. ¿Cuál de los reyes está seguro
de que sus restos no los recogerán los arúspices?. Si los Dioses clementes y
justos no castigan con rayos inmediatamente los delitos de los poderosos,
¡cuánto más equitativo es que el hombre que gobierna a hombres ejerza el mando
con ánimo apacible y piense cuál estado es más agradable y hermoso a los ojos:
si el día sereno y puro o cuando todo se estremece con frecuentes truenos y los
rayos resplandecen por todas partes!. Pues no es otro el aspecto de un imperio
tranquilo y moderado que el de un cielo sereno y luminoso. Un reino cruel es
turbulento y obscurecido de tinieblas; todos se estremecen y tiemblan ante un
repentino sonido y ni el mismo que todo lo perturba puede permancer tranquilo.
Con más facilidad se excusa al hombre particular su tenacidad en la venganza,
porque puede ser dañado y el resentimiento procede de la injuria; además teme
el desprecio y que no devolver el castigo a quien le dañó, parezca debilidad y
no clemencia; pero quien tiene la venganza en la mano, si la omite, consigue
ciertamente fama de bondadoso. En posición más humilde hay más libertad para
levantar la mano, disputar, trabar pendencia y dejarse llevar de la ira: entre
los iguales los golpes son ligeros; en un rey degradan su majestad hasta los
gritos y la destemplanza de las palabras.
VIII.- Piensas que es cosa grave que se quite a los reyes la libertad de hablar que
tienen los más humildes. "Esto es servidumbre, dices y no imperio".
¿Qué?. ¿No comprendes que el imperio es para nosotros y para tí la servidumbre?. Otra es la condición de los que permanecen ocultos entre la muchedumbre de la
que no sobresalen, cuyas virtudes han de luchar durante mucho tiempo para
manifestarse y cuyos vicios están en las tinieblas; vuestros hechos y dichos
los recoge la fama y, por consiguiente, nadie ha de cuidarse más de la que
tenga que aquellos que, sea cual fuere la que merezcan, la han de tener muy
extensa. ¡Cuántas cosas no te son permitidas que nosotros para tu bien podemos
hacer!. Puedo pasearme solo por cualquier parte de la ciudad sin temor alguno,
aunque no me siga ninguna escolta, ni tenga en casa ni al lado ninguna espada;
tú, en medio de la paz, has de vivir armado. Tú no puedes separarte de tu fortuna;
te tiene sitiado y, adonde quiera que fueres, te sigue con gran aparato. Ésta
es la servidumbre de la suprema grandeza: no poderse empequeñecer; pero esta
imposibilidad te es común con los Dioses. Pues a ellos también el cielo los
tiene ligados, ni les es más fácil descender a ellos que a ti seguro hacerlo;
estás clavado a tu grandeza. Pocos se percatan de nuestros movimientos: podemos
salir, entrar y cambiar de costumbres sin que el público se dé cuenta; a tí te
es tan difícil esconderte como al sol. En torno tuyo hay mucha luz y hacia ella
están vueltos los ojos de todos. ¿Te imaginas que puedes salir simplemente? Tu
salida es como la de un astro. No puedes hablar sin que oigan tu voz las gentes
de todas las tierras; no puedes irritarte sin que tiemblen todos, porque no
puedes castigar a nadie sin que se conmuevan los que están a su alrededor. Así
como los rayos caen con peligro de pocos, pero con miedo de todos, así los
castigos de los muy poderosos esparcen el temor mucho más lejos que el daño, y
no sin razón, porque de aquel que todo se piensa no tanto lo que haya hecho,
sino lo que ha de hacer. Añade ahora que en los hombres privados la paciencia
después de las injurias recibidas les expone a recibir otras; pero la clemencia
hace más cierta la seguridad de los reyes, porque el castigo frecuente reprime
el odio de pocos e irrita el de todos. Conviene que acabe antes la voluntad que
la causa del ensañamiento; de otro modo, así como los árboles podados rebrotan
en muchas ramas, y muchas clases de árboles, para que broten más espesos, se
cortan y se vuelven a cortar, así también la crueldad de los reyes aumenta el
número de los enemigos, suprimiéndolos, porque los padres y los hijos de los
que son muertos, y los parientes y los amigos ocupan el puesto de cada uno de
los que sucumbieron.
IX.- Te quiero probar cuán verdadero es esto con un ejemplo de tu familia. El divino
Augusto fué un príncipe clemente, si se le empieza a juzgar desde los
principios de su reinado, pero cuando tuvo el poder en común con otros, usó de
la espada. Siendo de la edad que tú tienes ahora esto, pasados los dieciocho
años, ya había clavado el puñal en el seno de los amigos, ya había
insidiosamente apuntado al costado del cónsul Marco Antonio, ya había sido su
colega en las proscripciones. Pero cuando hubo pasado de los cuarenta y estaba
en Galia, se le llevó la prueba de que Lucio Cinna, hombre necio, le armaba
asechanzas; se le dijo dónde, cuándo, y cómo quería agredirlo; le delataba uno
de los cómplices. Determinó vengarse de él y mandó que se reuniera el consejo
de los amigos. Pasó inquieto la noche pensando que un adolescente noble,
irreprochable salvo en esto, nieto de Cneo Pompeyo, había de ser condenado; ya
no podía matar a un solo hombre el mismo a quien había dictado Marco Antonio en
una cena el edicto de proscripción. Gimiendo emitía con frecuencia palabras
incoherentes y contrarias entre sí: "¿Pues qué?. ¿Consentiré que ande
seguro mi matador, estando yo en cuidado?. ¿No pagará su pena quien, después que
he sido acometido en vano en tantas guerras civiles, después que he salido
incólume en tantas guerras terrestres y navales, después que puse paz en la
tierra y en el mar, ha determinado no matarme, sino inmolarme? (pues había
decidido atacarle mientras sacrificaba). Tras un silencio, de nuevo se irritaba
con más recia voz consigo mismo más bien que con Cinna: "¿Por qué vives,
si tu muerte interesa a tantos? ¿Cuándo acabarán los suplicios?. ¿Cuándo la
sangre?. Yo soy la cabeza expuesta a los jóvenes nobles para que en ella agucen
los puñales; no vale tanto la vida sí, para que yo no perezca, tantos han de
morir". Lo interpeló, por fin su mujer Livia y dijo "¿Admites mi
consejo femenino?. Haz lo que acostumbran los médicos, que, cuando no aprovechan
dos remedios usuales, emplean los contrarios. Hasta ahora no has aprovechado con la severidad: Lépido siguió a Salvidieno, a Lépido, Murena, a Murena,
Cepión, a Cepión, Egnacio, para callar a otros, cuya gran osadía da
vergüenza. Ensaya ahora cómo te irá con la clemencia; perdona a L. Cinna. Está
descubierto: dañarte ya no puede, pero puede contribuir a tu fama". Gozoso
Augusto por haber encontrado tal abogado, dió gracias a su mujer, despachó
inmediatamente contraorden a los amigos que había citado a consejo, y llamó
únicamente a Cinna; después de que hubo hecho salir a todos de la cámara y que
se le pusiese otra silla a Cinna, dijo: "Lo primero que te pido es que no
me interrumpas mientras hablo, ni grites en medio de mis palabras; te será dado
tiempo para que hables libremente. Yo, Cinna, a pesar de haberte encontrado en
el campo de mis enemigos, no porque tú te hicieras enemigo mío, sino porque
naciste tal, te salvé y te concedí todo tu patrimonio. Hoy eres tan feliz y tan
rico, que los vencedores envidian al vencido. Te dí, cuando me lo pediste, el
sacerdocio, posponiendo a otros muchos, cuyos padres habían militado conmigo;
habiéndote así favorecido, determinaste matarme". Como a estas palabras
dijese Cinna a voces que estaba muy lejos de él esta locura, Octavio dijo:
"No cumples lo prometido, Cinna, se había convenido que no me
interrumpieras. Repito que te preparas a matarme"; añadió el lugar, los
cómplices, el día, el plan de la conspiración, a quién se le había encomendado
el golpe. Viéndole con los ojos bajos y en silencio, no tanto por respeto a lo
convenido, como por su conciencia, le dijo: "¿Con qué intención haces
esto?. ¿Para ser tú el príncipe?. A fe mía, que se trata mal al pueblo romano, si
tú no tienes para reinar más obstáculo que yo. No puedes sostener tu casa; hace
tiempo, en un juicio civil, te venció la influencia de un liberto; por eso nada
para tí más fácil que pleitear con el César. Si yo soy el único obstáculo a tus
esperanzas, te cedo la partida; ¿te sostendrán Paulo y Fabio Máximo y los Cosos
y los Servilios y tan imponente multitud de egregios varones, que no llevan
nombres nuevos, sino los de aquellos que son honrados en las estatuas?. Para no
llenar gran parte de este volumen repitiendo todas sus palabras (pues consta
que habló por más de dos horas para alargar esta pena con la que exclusivamente
había de contentarse), dijo: "Por segunda vez te doy la vida: primero la
dí a un enemigo, ahora a un conspirador y parricida. Desde hoy comience la
amistad entre nosotros; compitamos si soy yo más leal en darte la vida que tú
en debérmela". Después de esto, le dio espontáneamente el consulado, que
no se había atrevido a pedir. Fué muy amigo de Octavio y fidelísimo; él fué
su único heredero. Y no se hizo ya ninguna conspiración contra él.
X.- Perdonó tu bisabuelo a los vencidos, pues si no los perdonara ¿a quiénes
hubiera gobernado?. Reclutó a Salustio, a los Coecios y a los Delios y a toda la
cohorte de la primera promoción de los campamentos de los enemigos; ya debía a
su clemencia a los Domicios, a los Mesalas, a los Asinios, a los Cicerones, a
toda la flor de la ciudad. ¡Cuánto tiempo tuvo que esperar que Lépido muriese!. Durante muchos años soportó que llevase los distintivos de príncipe y no
consintió que se le transfiriese el sumo pontificado sino después de su muerte,
pues prefirió que se le llamase honor y no despojo. Esta clemencia le llevó a
salvación y a seguridad, le hizo grato y amado, aunque impuso su yugo a las
cabezas del pueblo romano, que aún no estaban acostumbradas a él; esta clemencia,
aun hoy, le da fama, que apenas se aviene a servir a los príncipes mientras
están vivos. Creemos que fué un dios, no porque se nos haya mandado; confesamos
que fué un buen príncipe Augusto y que le convino el nombre de Padre de la
Patria no por otra causa, sino porque los ultrajes que se le hacían, los cuales
suelen ser más amargos a los príncipes que las injurias, no los perseguía con
crueldad, porque se reía de los dichos que le agraviaban, porque, cuando
imponía castigos, parecía que los sufría, porque a todos los que condenó a
muerte por el adulterio de su hija, no sólo no los mató sino que, al enviarlos
donde estuvieran más seguros, les dió salvoconductos. Esto es perdonar:
sabiendo que son muchos los que están dispuestos a secundar tu ira y a obsequiarte
con sangre ajena, no dar solamente la vida, sino garantizarla.
XI.- Esto hizo Augusto, ya anciano o en los años que le inclinaban a la vejez; en la
juventud fué impetuoso, ardió de ira, hizo muchas cosas a las que volvía los
ojos de mala gana. Nadie osará comparar a tu mansedumbre la del divino Augusto,
aunque entrasen en la competencia tus años juveniles y su vejez más que madura;
fué moderado y clemente, pero después de haber manchado las aguas de Accio con
sangre romana, después de destrozar en las costas de Sicilia su armada y la del
enemigo, después de las inmolaciones de Perusa y de las proscripciones. Yo no
llamo clemencia a la crueldad cansada; la verdadera clemencia es que tú
practicas, ¡oh César!, que no comenzó por el arrepentimiento de la crueldad,
que no tiene mancha alguna, que no derramó la sangre de los ciudadanos; la muy
verdadera templanza del ánimo en la cumbre del poder y el amor del género
humano, tan generoso como el de sí mismo, no intentan experimentar, pervertidos
por una baja pasión o por temeridad de ingenio o por los ejemplos de los
antepasados, hasta dónde llega su poder en los ciudadanos, sino que embota la
espada de su poder. Tú has hecho, ¡oh César!, una ciudad incruenta y esto otro
de que te glorías magnánimamente: no haber derramado en todo el orbe una sola
gota de sangre, lo que es tanto más grande y admirable cuanto a nadie tan joven
se le confió la espada. La clemencia, por lo tanto, no sólo nos hace más
honorables, sino más seguros, siendo a la vez ornamento de los imperios y su
salvación más segura. ¿Por qué en efecto, mientras que los reyes envejecen y
pasan sus reinos a sus hijos y nietos, el poder de los tiranos es execrable y
breve?. ¿Qué diferencia hay entre un tirano y un rey (porque aparentemente es
igual su fortuna y su poder), sino que los tiranos son crueles por placer y los
reyes tan sólo con causa y por necesidad?.
XII.- ¿Pero qué?. ¿No suelen matar también los reyes?. Sí, pero cuando persuade hacerlo
la utilidad pública. Los tiranos llevan su crueldad en el corazón. El tirano se
diferencia del rey por los hechos y no tan sólo de nombre; pues con derecho y
con razón Dionisio el Viejo puede preferirse a muchos reyes y ¿qué impide que
se llame tirano a L. Sila, que no dejó de matar hasta que no se acabaron los
enemigos?. Aunque hubiese descendido de su dictadura y se hubiese vuelto a su
toga ¿qué tirano hubo nunca que bebiese tan ávidamente la sangre humana como
éste, que mandó matar a siete mil ciudadanos romanos, y oyendo desde el templo
de Belona, en cuyas cercanías estaba sentado, el clamor de tantos millares
gimiendo bajo la espada, dijo al Senado aterrorizado: "Continuemos, padres
conscriptos; están ejecutando por orden mía a unos pocos sediciosos". En
esto no mintió; a Sila le parecían pocos. Pero volveremos a Sila dentro de
poco, cuando investiguemos cómo ha de ser la ira contra los enemigos, si es que
hay ciudadanos que, separándose del mismo cuerpo, pasen a la condición de
enemigos: mientras tanto, como venía diciendo, la clemencia hace que haya gran
diferencia entre rey y tirano, aunque uno y otro anden rodeados de armas; pero
el rey tiene las armas para emplearlas en defensa de la paz; el tirano, para
reprimir odios grandes con gran miedo y no mira tranquilo ni siquiera aquellas
mismas manos a las que se confía. Unos excesos le llevan a los excesos
contrarios, pues siendo odiado porque es temido, quiere ser temido porque es
odiado, y se apropia aquel execrable verso que llevó a tantos a la perdición:
Ódienme con tal de que me teman - ignorando cuánta rabia nace, cuando los odios
crecen inmoderadamente. Porque un temor moderado cohibe los ánimos, mas el
continuo y violento, que evoca los mayores extremos, excita a los abatidos a la
audacia y los persuade a intentarlo todo. Se contiene a las fieras con una valla
de cuerdas y plumas, pero si un jinete las acosa por detrás con dardos,
intentarán la fuga a través de lo mismo de que antes huían y pisotearán su
miedo. El valor más terrible es el que provoca la extrema necesidad. Conviene
que el miedo deje alguna seguridad y muestre más esperanza que peligro; de lo
contrario, cuando los que están tranquilos temen iguales peligros, prefieren
lanzarse a ellos y sacrificar la vida ajena.
XIII.- Al rey pacífico y tranquilo son fieles todos sus recursos, porque los emplea para
el bien común, y el soldado glorioso (pues ve que sirve a la seguridad pública)
sufre gustoso los trabajos, como guardián del que es padre de todos; pero el
feroz y sanguinario necesariamente ha de ser gravoso a sus mismos satélites. No
puede tener servidores de buena y fiel voluntad quien los emplea en los
tormentos como potros y herramientas de muerte, les arroja hombres para que los
maten como a las fieras; más angustiado y preocupado que los mismos reos, porque
teme a los hombres y a los Dioses, testigos y vengadores de sus crímenes, llega
a tal punto que ya no puede cambiar de costumbres. Porque lo peor que, entre
otras cosas, tiene la crueldad, es que hay que perseverar en ella y no deja
volver a mejores sentimientos: los crímenes, en efecto, han de defenderse con
nuevos crímenes. ¿Qué desgracia mayor que la de ser malo por necesidad?. ¡Oh,
cómo es de compadecer, al menos por sí mismo!. Pues en los demás sería un crimen
compadecerse de éste, que ejerció su poder en matanza y robos, que se hizo
sospechosas todas las cosas, tanto las de fuera como las de la casa, que por
miedo de las armas ha de recurrir a las armas, que no cree ni en la fidelidad
de los amigos, ni en el cariño de los hijos; que cuando mira a su alrededor, lo
que hizo y lo que ha de hacer, y abre su conciencia llena de crímenes y
tormentos, a veces teme la muerte y con mayor frecuencia la desea, más
aborrecible para sí mismo que para los que le sirven. Por el contrario, el que
cuida todas las cosas y protege a unas más y a otras menos; quien a ninguna
parte de la República deja de nutrir como si fuera él mismo; quien es propenso
siempre a las medidas suaves, manifestando, aunque por necesidad tenga que
castigar, cuán de mala gana utiliza los remedios ásperos; en cuyo ánimo no hay
nada hostil y nada feroz, y ejerce su poder plácida y saludablemente deseando
que sus súbditos aprueben sus órdenes; que se cree dichoso, si puede comunicar
su fortuna, y es afable de palabra, accesible, de cariñoso semblante, se hace
querer por el pueblo, es amable, inclinado a los deseos justos, no amargo, ni
aun para los malos, por toda la ciudad es amado, defendido, venerado. De él los
hombres dicen lo mismo en público que en secreto. Desean tener hijos y la
esterilidad, indicio de los males públicos, desaparece: nadie duda merecer bien
de sus hijos, dándolos a la luz en tal siglo. Este príncipe, seguro por su
clemencia, no necesita de guardias y tiene las armas como adorno.
XIV.- ¿Cuál es, pues, su deber? El de los buenos padres, que acostumbran a reprender
a sus hijos a veces con blandura, a veces con amenazas, y en ocasiones los
castigan con azotes. ¿Acaso alguien que esté cuerdo deshereda a su hijo a la
primera ofensa?. A no ser que grandes y muchas injurias vencieran su paciencia y
sea más lo que teme que lo que castiga, no pasa a la sentencia irrevocable;
antes ensaya muchas cosas para reformar un carácter indeciso y ya inclinado a
lo peor; cuando el caso es desesperado, acude a que decida la pluma. No se llega
a imponer suplicios sino cuando se agotaron los remedios. Lo que hace el padre,
ha de hacer también el príncipe, a quien llamamos Padre de la Patria no
llevados por vana adulación. Porque los demás sobrenombres son honoríficos; los
llamados grandes y felices y augustos y hemos aglomerado sobre su ambiciosa
majestad todos los títulos que pudimos, atribuyéndoselos por honor; pero les
llamamos padres de la patria para que supieran que les ha sido dado la patria
potestad, que es la más moderada porque mira por los hijos y pospone al de
ellos el bien propio. Se amputa el padre un miembro lo más tarde posible; aun
amputado, desea tenerlo de nuevo en su lugar; al amputarlo, gime vacilando
mucho y por mucho tiempo; porque está cerca de condenar gustosamente, quien
condena pronto; y está cerca de castigar injustamente, quien castiga demasiado.
XV.- Recuerdo a Tricón, caballero romano, que por haber dado muerte a su hijo a
latigazos, fue apuñalado en el Foro por el pueblo; a duras penas la autoridad
de Augusto César lo libró de las manos tanto de los padres como de los hijos,
irritados contra él. Tario, que sorprendió a su hijo en tentativa de parricidio
y lo condenó después de proceso, fue admirado por todos, porque se contentó con
desterrarlo en un destierro benigno en Marsella y continuó pasándole tanta
renta como acostumbraba a darle antes; por esta liberalidad nadie dudó, en una
ciudad en que la que nunca faltan defensores a los peores, que fue condenado
con razón cuando pudo condenarle un padre que no pudo odiarle. Con este mismo
ejemplo te daré buen príncipe, que compares a un buen padre. Cuando iba a
juzgar a su hijo, Tario llamó a su consejo a César Augusto; vino éste a casa
ajena, se sentó, tomó parte en un consejo ajeno, no dijo: "Mejor que él
venga a mi casa", porque si así lo hubiera hecho, el juicio hubiera sido
del César y no del padre. Oída la causa y discutidas todas las pruebas, tanto
lo que el joven alegó en su defensa como lo que estaba contra él, pidió que
cada cual diese por escrito su fallo para que no fuese el de todos el que diera
César; después, antes que se abrieran los escritos, juró que no aceptaría la
herencia de Tario, hombre rico. Diría alguien: "Es de hombre pusilánime
temer que pareciese que abría lugar a su esperanza con la condenación del
hijo". A mí me parece lo contrario; cualquier de nosotros debiera tener
bastante confianza en su buena conciencia contra las opiniones malignas, pero
los príncipes deben atender a lo que la fama diga. Juró que no reclamaría la
herencia. Cierto que Tario perdió el mismo día a otro heredero, pero César compró
la libertad de su sentencia: y después que hubo probado que su severidad era
desinteresada, de lo que siempre ha de cuidar el príncipe, dijo que fuera
desterrado a donde le pareciera al padre. No decretó ni el suplicio del
saco, ni el de las serpientes, ni la cárcel, acordándose, no de a quien
juzgaba, sino de aquel a cuyo consejo asistía; dijo que el padre debía
contentarse con el más suave género de pena para un hijo adolescente, que había
sido impulsado a este crimen, en el que había procedido con una timidez,
cercana a la inocencia; que debía apartarlo de la ciudad y de los ojos del
padre.
XVI.- ¡Oh príncipe digno de ser llamado a consejo!. ¡Oh príncipe digno de ser
instituído coheredero con los hijos inocentes!. Ésta es la clemencia que
conviene al príncipe; adonde quiera que vaya, hace las cosas más suaves.
Ninguno sea tan vil para el rey, que éste no sienta que perezca; sea como
fuera, forma parte del imperio. De las cosas chicas tomemos ejemplo para los
grandes imperios. No hay una sola manera de gobernar; gobierna el príncipe a
sus ciudadanos, el padre a los hijos, el maestro a sus discípulos, el tribuno o
el centurión a los soldados. ¿Acaso no parecerá un pésimo padre el que castiga
a sus hijos con azotes continuos por causas ligerísimas?. ¿Y qué preceptor es
más digno de enseñar las artes liberales; el que desuella a sus discípulos, si
les falla la memoria, o si los ojos no fueron ágiles en la lectura, o el que
con advertencias y apelaciones al pundonor prefiere enmendarlos y enseñarlos?. Por un tribuno o un centurión cruel; hará desertores a los que habría que haber
perdonado. ¿Acaso es equitativo que se mande a los hombres más pesada y
duramente que se manda a los animales irracionales?. Pues el domador no
atemoriza al caballo con frecuentes latigazos, porque se hace asustadizo y
rebelde, sino que lo halaga con blandas caricias. Lo mismo hace el cazador
tanto si adiestra a los cachorros a seguir los rastros, como si emplea a los ya
adiestrados en levantar y perseguir las fieras; ni los amenaza con frecuencia
(porque quebrantaría su ánimo y disminuiría su instinto con miedo enervador),
ni les concede licencia de vagabundear y de ir de un lado para otro a su
antojo. A esos ejemplos puedes añadir el de las bestias de carga, aun las más
perezosas, que aunque han nacido para los malos tratos y las miserias, la
crueldad excesiva las obliga a sacudirse el yugo.
XVII.- Ningún animal más indócil que el hombre, ni que haya de ser tratado con mayor
arte, ni que haya menester de más indulgencia. ¿Qué hay de verdad, más
insensato que avergonzarse de descargar la ira sobre los jumentos y los perros,
y que la peor condición sea la que tiene el hombre bajo el hombre?. Curamos las
enfermedades, no nos enfadamos con ellas; pues ésta es una enfermedad del alma;
exige una medicina suave y un médico que en manera alguna sea desabrido con el
enfermo. De mal médico es desesperar de su arte para curar; lo mismo ha de
hacer con aquellos cuyos ánimos están enfermos aquel que tiene confiada la
salvación de todos: no perder pronto la esperanza, ni diagnosticaar como
mortales los síntomas; luche con los vicios, resista, reproche a unos su mal,
engañe a otros con suave tratamiento, porque los ha de sanar más pronto y mejor
disfrazando los medicamentos; preocúpese el príncipe no sólo de la curación,
sino de no dejar cicatrices deshonrosas. Ninguna gloria redunda en el rey de un
castigo cruel (porque ¿quién duda de que puede imponerlo?) y, por el contrario,
la alcanza muy grande si modera su violencia, si libra a muchos de la ira ajena
y no sacrifica a nadie a la suya.
XVIII.- Laudable es mandar con moderación a los esclavos. También en el esclavo se ha
de pensar no cuánto puede ser castigado impunemente, sino cuánto te lo permiten
la justicia y la bondad, que mandan perdonar hasta a los cautivos y comprados
por dinero. ¡Con cuánta más justicia mandan no abusar de hombres libres, noble,
honrados, como si fueran esclavos, sino tratarlos como a quienes sólo superas
en jerarquía y de los que se te ha confiado no la servidumbre, sino la tutela!. Los esclavos tienen derecho de asilo acercándose a una estatua; y estando con
el siervo todo permitido, hay algo que veda hacer con el hombre el derecho
común de los vivientes. ¿Quién no odiaba, aun más que sus propios esclavos, a
Vedio Polión, que cebaba a las murenas con sangre humana y mandaba arrojar a
los que le ofendían a un vivero lleno de serpientes?. ¡Oh hombre digno de mil
muertes, tanto si, para después comérselas, arrojaba a las murenas a los
siervos para que los devoraran, como si tan sólo las tenía para alimentarlas de
este modo! Así como los amos crueles se señalan en toda la ciudad y son
aborrecidos y detestados, así la injuria que cometen los reyes se hace aun más
patente y su infamia y su odio pasan de siglo en siglo; ¡cuánto mejor les hubiera
sido no nacer que ser contados entre los que nacieron para desgracia de los
pueblos!
XIX.. Nadie podrá pensar cosa que más convenga al que manda que la clemencia, sean
los que quieran el modo y el derecho con que haya sido colocado sobre los
demás. Confesaremos que es más honroso y magnificente cuanto mayor es su poder,
que no podrá ser nocivo, si se ajusta a la ley de la naturaleza. La naturaleza,
en efecto, instituyó la realeza, como podemos conocer por los otros animales y,
sobre todo, por las abejas, cuyo rey ocupa la celdilla más espaciosa en el
lugar más céntrico y seguro; además, no hace trabajo propio alguno para poder
impulsar el trabajo de los demás, y perdido el rey, todo se desmorona; nunca
toleran más que a uno y buscan al mejor en la lucha, además es el rey de gran
hermosura y diferente de los demás tanto en tamaño como por la brillantez de
sus colores. Sin embargo, se distingue principalmente de los demás en que,
siendo las abejas sumamente irascibles y para su tamaño extremadamente tenaces
hasta el punto de que dejan en la herida el aguijón, el rey carece de aguijón,
porque como no quiso la naturaleza que fuera cruel, ni que buscara venganzas
muy caras, le quitó el dardo y dejó desarmada su ira. Gran ejemplo éste para
los grandes reyes; porque acostumbra la naturaleza ejercitarse en las cosas
pequeñas y dar en ellas enseñanzas de cosas grandes. Avergüéncenos no imitar a
los animales pequeños, cuando el ánimo de los hombres debe ser tanto más
moderado cuando daña más perjudicialmente. ¡Ojalá el hombre tuviese la misma
ley y se rompiesen sus armas con su cólera y no pudiese hacer daño más que una
sola vez, ni satisfacer su odio con fuerzas ajenas!. Porque fácilmente se
cansaría su furor si hubiera de satisfacerlos por sí mismo y no ejerciera su
violencia sino con peligro de su vida. Sin embargo, ni con los medios actuales
se le puede dar curso con seguridad; porque es necesario que tema tanto cuanto
quiso ser temido y que vigile las manos de todos y, aun en los tiempos en que
no se conspira, que se imagine que se le persigue y que no esté en ningún
momento libre de temores. ¿Hay quién soporte llevar una vida así, cuando es
posible, sin hacer daño a los demás y, por consiguiente, sin temor, ejercer con
alegría de todos los saludables derechos del poder? Porque se equivoca quien
piense que está seguro el rey donde no hay nadie seguro para él; la seguridad
no se obtiene sino con seguridad recíproca. No es necesario construir altas
ciudadelas, ni fortificar las escarpadas pendientes de las colinas, ni cortar
los flancos de las montañas, ni rodearse de muchos muros y torreones; la
clemencia mantendrá al rey a salvo a la vista de todos. La única fortaleza
inexpugnable es el amor de los ciudadanos. ¿Qué más hermoso que vivir porque lo
deseen todos, con votos libremente expresados y no arrancados por la coacción?,
¿qué si vacila un poco la salud, no se excite la esperanza de los hombres, sino
su miedo?, ¿cuándo nadie tiene nada tan precioso que no quiera cambiarlo por la
salud del príncipe?. ¡Oh, que a quien tal suceda, se haga un deber el vivir!
para esto demostró con tan continuas pruebas que no es suya la República, sino
él de la República. ¿Quién se atreverá a crear algún peligro a este gobernante?
¿Quién, si le fuera posible, no querría verle apartado de los reveses de la
fortuna a éste, bajo el cual florecen la justicia, la paz, el pudor, la
seguridad y la dignidad, bajo el cual la opulenta ciudad abunda en toda clase
de bienes?. Y no mira a su gobernante con otros sentimientos que los que
tendría, si los Dioses inmortales nos diesen la potestad de verlos, al
mirarlos, venerándolos y dándoles culto.
Pues
¿qué?, ¿no tiene un lugar próximo a ellos quien se porta según la naturaleza de
los Dioses, siendo benéfico, liberal y generoso para hacer el bien? Esto es lo
que conviene desear e imitar: ser considerado como el más grande hombre
solamente si a la vez se es considerado como el más bueno.
XX.- Por dos causas acostumbra a castigar el príncipe: o por vengarse a sí mismo o
por vengar a otro. Primeramente trataré de la parte que le concierne a él,
porque es más difícil moderarse cuando la venganza se debe al dolor que cuando
se debe a la ejemplaridad. Es superfluo advertir aquí que no ha de dar crédito
fácilmente, que ha de escudriñar la verdad, que ha de favorecer la inocencia y
que ha de saberse, como es claro, que el asunto de que se trata no interesa
menos al juez que al acusado, porque todo esto pertenece a la justicia y no a
la clemencia; a lo que ahora le exhortamos es a que, aunque haya sido
manifiestamente herido, no pierda el dominio sobre sí mismo y condone la pena,
si puede hacerlo sin peligro, y si no, la mitigue y sea mucho más indulgente
con las injurias que a él le hagan que con las ajenas. Porque del mismo modo
que no es magnánimo el que es liberal de lo ajeno, sino el que se quita a sí lo
que da a otro, así llamaré clemente no al que es fácil al dolor ajeno, sino al
que no salta, a pesar de ser pinchado, al que comprende que es de un gran ánimo
tolerar las injurias en la cumbre del poder y que para él nada hay más glorioso
que el que se pueda ofender al príncipe impunemente.
XXI.- La venganza suele producir dos resultados: o trae consuelo al que recibió la
injuria o le da para en adelante seguridad. La fortuna del príncipe es tan
grande, que no necesita de consuelo, y su fuerza, tan manifiesta, que no ha de
buscar en el mal ajeno la reputación de fuerte. Digo esto cuando es atacado y
ultrajado por los inferiores, pues si a los que tuvo alguna vez por iguales,
los ve debajo de sí, ya está bastante vengado. Al rey lo mata un esclavo, una
serpiente, una saeta, pero nadie puede salvarlo si no es mayor que él. Debe,
pues, usar animosamente de un don tan grande como el que le han concedido los
Dioses, haciéndole tan poderoso para dar y quitar la vida. Sobre todo con
aquellos que sabe que en otro tiempo estuvieron a su misma altura, habiendo
alcanzado este poder, ya satisfizo y colmó su venganza, tanto cuanto basta para
una verdadera pena; porque ha perdido la vida quien la debe, y quien derrocado
de lo alto a los pies del enemigo ha de esperar la sentencia de otro sobre su
cabeza y su reino, vive para gloria del que lo salvó y le da más fama estando a
salvo que si se le hubiese quitado de la vista del mundo. Porque es un
espectáculo permanente de la virtud ajena; en un desfile triunfal hubiese
pasado muy pronto. Mas si pudo sin peligro ser también dejado en su reino y
repuesto en el trono del que había caído, aun es todavía mayor la alabanza del
que se contentó con no tomar del rey vencido otra cosa que la gloria. Porque
esto es también triunfar de su victoria y atestiguar que no había encontrado
nada en los vencidos que fuera digno del vencedor. Con los ciudadanos
desconocidos y bajos ha de proceder tanto más moderadamente cuanto menor es el
mérito de haberlos vencido. A unos perdónales de buena gana, desdeña vengarte
de los otros y de otros retira la mano, como de los animales pequeños que
manchan al que los aplasta; pero con aquellos, de cuyo perdón o castigo ha de
hablar toda la ciudad, ha de aprovecharse la ocasión que proporcionan de
manifestar la clemencia.
XXII.- Pasemos a las injurias hechas a otros, en cuyo
castigo la ley persigue estas tres cosas, que el príncipe también debe
proponerse: o la enmienda del que se castiga, o que su castigo haga mejores a
los demás o que, quitando a los malos, los demás vivan tranquilos. Más
fácilmente los enmendarás con menor castigo, porque se vive con más cuidado
cuando aún queda algo intacto. Nadie respeta la dignidad perdida; es una
especie de impunidad no dar ya lugar al castigo. En cuanto a las costumbres de
la ciudad, más bien las corrige la parvedad de los castigos; porque la multitud
de los delincuentes habitúa al pecado, y la sanción es menos pesada cuando la
alivia la turba de los que son condenados, y la severidad, que es mayor
remedio, pierde eficacia con la frecuencia. Fomenta el príncipe las buenas
costumbres en la ciudad y extirpa los vicios, si los tolera pacientemente, no
porque los apruebe, sino porque no los castigue sino de mala gana y con gran
repugnancia. La clemencia del príncipe hace que el delito avergüence, y parece
mucho más grave la pena que se impone por un hombre clemente.
XXIII.- Además verás que se cometen con frecuencia los delitos que se castigan con
frecuencia. Tu padre cosió en el saco a muchos más que en todos los tiempos han
sido cosidos. Mucho menos se atrevían los hijos a cometer el mas grave de los
delitos mientras
que fue un crimen no castigado por la ley. Con suma prudencia los más excelsos
varones y mejores conocedores de la naturaleza humana prefirieron omitirlo como
un crimen increíble y puesto fuera de la audacia humana que no, al sancionarlo,
dar a entender que se podía cometer; y así los parricidas empezaron con la ley
y fue la pena lo que les sugirió el delito; quedó muy mal parado el cariño
filial cuando con más frecuencia vimos sacos con cruces. En la ciudad en que
rara vez se castiga, se hace como un compromiso de no salir de la inocencia y
se la fomenta como a un bien público. La ciudad que piense que es inocente lo
será; se indignará más con los que se separan del bien común, si ve que éstos
son pocos. Créeme que es peligroso mostrar a la ciudad que son muchos los
malos.
XXIV.- Decretó una vez el Senado que los esclavos se distinguiesen de los libres en el
vestido; inmediatamente se vió el peligro que amenazaba si nuestros esclavos
empezaban a contarnos. Ten presente que lo mismo ha de temerse si no se perdona
a nadie; porque en seguida se verá cuánto prepondera la parte mala de la
ciudad. No son menos vergonzosos para un príncipe los muchos castigos que para
un médico los muchos entierros; se obedece mejor al que manda con más
benignidad. El ánimo humano es de naturaleza rebelde y lucha con las
contradicciones y asperezas y más bien sigue que no se deja ser conducido; y
así como los caballos nobles y generosos se gobiernan mejor con un freno suave,
así la bondad natural sigue a la clemencia por su propio impulso y la ciudad la
cree digna de conservarla para sí. Se aprovecha, pues, más por este camino.
XXV.- La crueldad es un mal nada humano e indigno de la dulzura de nuestra
naturaleza; rabia de fieras es complacerse en la sangre humana y en las heridas
y, dejando de ser hombre, convertirse en un animal salvaje. Yo te pregunto,
Alejandro, ¿qué diferencia hay entre que eches a los leones a Lisímaco o que tú
lo destroces con tus propios dientes? Porque es tuya aquella boca, y tuya,
aquella fiereza. ¡Oh, cómo desearías tener tú mismo aquellas zarpas y aquellas
fauces, bastante anchas para tragar a un hombre!. No exigimos de ti que esa
mano, que lleva a los amigos a muerte segura, sea a alguien saludable, que este
tu ánimo feroz, insaciable mal de las naciones, se calme sin muertes ni
estragos; ya para ti se llama clemencia elegir un hombre como verdugo para
matar a un amigo. La razón por la cual más ha de abominarse de la crueldad es
que primero traspasa los límites acostumbrados; después, los humanos; busca
nuevos suplicios, llama en su ayuda al ingenio para que invente instrumentos
con los que el dolor sea más vario y más largo: llega esta terrible enfermedad
del ánimo a la cumbre de la locura cuando la crueldad se convierte en un placer
y ya agrada matar a un hombre. Pronto a tal hombre le siguen ocultamente la
aversión, el odio, los venenos, las espadas; le acechan muchos peligros, como
de muchos; él es un peligro; está rodeado unas veces por conspiraciones
privadas, otras por la consternación pública. Una injuria leve y particular no
subleva ciudades enteras; cuando empieza el furor a extenderse y acomete a
todos, en todas partes se hiere. Las serpientes pequeñas se esconden y no se
buscan públicamente; pero si alguna traspasa el tamaño ordinario y crece hasta
ser un monstruo, cuando infecciona con su baba las fuentes y con su aliento
quema y destruye, entonces por dondequiera que va, la atacan con saetas. Los
males pequeños pueden excusarse y pasar desapercibidos; a los grandes hay que
salirles al encuentro. Así un solo enfermo no perturba la casa, pero cuando por
las frecuentes muertes se evidencia que hay peste, toda la ciudad grita y huye
y pone mano hasta en los mismo Dioses. Bajo un solo techo apareció la llama; la
familia y los vecinos le echan agua, pero cuando el incendio es grande y se ha
alimentado ya en muchas casas, se derriba para aislarle, parte de la ciudad.
XXVI.- Las manos de los esclavos, aun bajo la amenaza cierta del suplicio de cruz,
vengaron la crueldad de los particulares, la de los tiranos, las naciones y los
pueblos que la sufrían o a los que amenazaba esforzándose en exterminarla.
Algunas veces sus mismas tropas se sublevaron contra ellos, y la perfidia y la
crueldad y la fiereza que habían aprendido de ellos, en ellos las ejercieron.
Porque ¿qué se puede esperar del hombre a quién se ha enseñado a ser malo?. La
maldad no obedece por mucho tiempo, ni hace cuanto se le manda. Pero supone que
la maldad está segura, ¿cómo es su reino?. Su aspecto no es otro que el de las
ciudades tomadas por asalto, y su faz es la terrible del miedo público. Todo,
triste, tembloroso, confuso; hasta los mismos placeres se temen; no van
tranquilos a los convites, en los que cuidadosamente han de guardar la lengua
aun los que están ebrios, ni a los espectáculos, en los que se busca pretexto
para la acusación y el crimen. Aunque se hagan grandes gastos para prepararlos,
y se hagan con pompa real e intervengan los artistas más famosos ¿a quién le
agradan en la cárcel? ¿Qué maldad, ¡oh Dioses buenos!, esta de matar,
ensañarse, deleitarse con el ruido de las cadenas, degollar a los ciudadanos,
derramar mucha sangre dondequiera que se vaya, y aterrorizar con su aspecto y
hacer huir?. ¿Sería de otro modo la vida, si reinaran los leones y los osos, si
se diera poder sobre nosotros a las serpientes y a cualquier otro animal muy
dañoso?. Ellos, que carecen de razón y están condenados por nosotros como
feroces, se abstienen con los suyos, y, aun entre las fieras, la semejanza es
garantía de seguridad; pero la rabia del tirano no perdona ni aun a sus
familiares, sino que tiene por iguales a los extraños y a los propios y cuanto
mas se ejercita, más se incita. De las matanzas de los individuos se desliza
fácilmente a la destrucción de las naciones y piensa que es señal de poder
prender fuego a los techos y meter el arado en las ciudades antiguas; y cree
que matar a uno o dos es poca muestra de poder; como no caiga de un solo golpe
todo un rebaño de infelices, cree que su crueldad está cohibida. La felicidad
consiste en salvar a muchos y volverlos de la misma muerte a la vida y en
merecer la clemencia la corona cívica. Ningún ornamento más digno de la
majestad de un príncipe, ni más hermosa que esta corona por haber salvado a los
ciudadanos, y no las armas hostiles arrebatadas a los vencidos, ni los carros
de los bárbaros manchados con sangre, ni los despojos ganados en la guerra.
Salvar pueblos enteros es poder divino; matar a muchos y sin discriminación es
el poder del incendio y de la ruina.
LIBRO SEGUNDO
I.- Impulsóme principalmente a escribir de la clemencia, oh Nerón César, una frase
tuya, que recuerdo que ni la oí cuando la dijiste, ni la he repetido después a
otros sin admiración: frase generosa, magnánima, de gran dulzura, que sin
preparación y sin destinarla a oídos ajenos brotó de tí espontáneamente y mostró
tu bondad en pleito con tu fortuna. Tu prefecto Burro, varón egregio, y nacido
para servir a un príncipe como tú, obligado a castigar a dos ladrones, te pedía
que le escribieses los nombres de los culpables y las causas por las que
querías castigarlos; habías diferido con frecuencia hacerlo y él te instaba. De
mala gana te alargó y te entregó el pergamino a tí que tenías aún menos ganas,
y tú exclamaste: "¡Ojalá no supiera escribir!". ¡Oh palabras dignas de
ser oídas por todos los pueblos que habitan el Imperio romano, y por los que
están a su vera con una libertad dudosa, y por los que contra él se levantan
con todas sus fuerzas y su valor!. ¡Oh palabras que debieran pronunciarse en
asamblea de todos los mortales para que por ella jurasen los príncipes y los
reyes!. ¡Oh palabras dignas de la inocencia del género humano, devuelto a
aquella su pasada edad!. Ahora ciertamente convenía concordar con lo bueno y lo
justo, desterrar la codicia de lo ajeno, de la que nace todo el mal del ánimo,
despertar la piedad y la integridad a la vez que la fidelidad y la moderación;
y que los vicios, después del abuso de su largo reinado, dieran por fin paso a
un siglo feliz y puro.
II.- Que así en gran parte ha de ser, oh César, es grato esperarlo y vaticinarlo. Se
propagará esta dulzura de tu ánimo y se difundirá poco a poco el cuerpo del
Imperio y todas las cosas se formarán a tu semejanza. De la cabeza desciende la
buena salud; de ella viene que todo el organismo esté lozano y vigoroso o
abatido por la languidez, según que el espíritu viva o desfallezca. Serán los
ciudadanos, serán los aliados dignos de esta bondad y volverán a todo el orbe
las buenas costumbres: en todas partes desaparecerá la violencia. Sufre que me
detenga aquí un poco más, no para halagar a tus oídos (porque no es esa
costumbre mía: prefiero molestar con la verdad que agradar adulando). ¿Cuál es
entonces mi objeto?. Además de mi deseo de que te sean muy familiares tus buenos
dichos y hechos para que lo que ahora es temperamento e impulso se haga criterio,
considero conmigo mismo que muchas frases grandes, pero detestables se han
introducido en la vida humana y se han hecho célebres y conocidas de todos como
ésta: "Odiénme con tal de que me teman", a la cual es muy parecido el
verso griego de aquel que manda que, al morir él, se consuma en llamas la
tierra, y otras semejantes. Pero no sé cómo los ingenios en una materia tan
monstruosa y aborrecible expresaron sentimientos tan vehementes y agitados con
palabras tan felices; en cambio, no he oído hasta ahora ninguna frase
apasionada de lo bueno y dulce. ¿Qué, pues, concluir?. Que rara vez, de mala
gana y con muchas vacilaciones es necesario que escribas eso mismo que te hizo
odiosa la escritura, pero, como ahora lo haces, con muchas dudas y largas
dilaciones.
III.- Y para que alguna vez no nos engañe el seductor nombre de la clemencia y nos
lleve al extremo opuesto, veamos qué sea la clemencia, en que consiste y qué
límites tenga. La clemencia es la templanza del ánimo en la venganza o la
lenidad del superior para con el inferior en el señalamiento de las penas. Es
más seguro proponer varias definiciones, no resulta una sola poco comprensiva
y, por así decirlo, el pleito no se falle; así, pues, también puede decirse que
es la lenidad del ánimo en exigir la pena. Otra definición que encontrará
contradictores, aunque sea la que más se acerca a la verdad, es si decimos que
la clemencia es la moderación que perdona algo de la pena merecida y debida: se
objetará que ninguna virtud hace a nadie menos de lo debido. Sin embargo, todos
comprenden que es clemencia detenerse más acá de lo que podría imponerse con
justicia.
IV.- Lo contrario a ella piensan los ignorantes que es la severidad;
pero ninguna virtud es contraria a otra virtud. ¿Qué es pues, lo que se opone a
la clemencia?. La crueldad, que no es otra cosa que la dureza del alma en la
imposición de los castigos. "Pero hay algunos que no imponen penas y, sin
embargo, son crueles, como los que matan a los hombres desconocidos con que se
encuentran no por lucro, sino por matar, y no contentos con matarlos, se
ensañan en ellos, como aquel Busiris y Procustes y los piratas, que azotan a
los que cogen y los queman vivos". Cierto que esto es crueldad; pero como
no se propone el castigo (porque no ha habido ofensa), ni se enoja por ningún
delito (pues no precedió ningún crimen), cae fuera de nuestra definición;
porque la definición se refería a la intemperancia del ánimo al imponer los
castigos. Podemos decir que esto no es crueldad, sino ferocidad, para la cual
la sevicia es un placer; podemos llamarla locura, pues son varias sus clases y
ninguna tan cierta como la que llega a la matanza de los hombres y a los
descuartizamientos. Por consiguiente, llamaré moderación, como Falaris, del que
se dice que no sólo se ensañaba con los hombres inocentes, sino sobre toda
moderación humana y aprobada. Para huir de cavilaciones podemos definir la
crueldad como la inclinación del ánimo a las cosas más rigurosas. A ésta la
repele la clemencia y la manda estar lejos de sí; en cambio, se lleva bien con
la severidad. Es pertinente investigar en este lugar qué es la misericordia,
pues muchos la alaban como si fuera una virtud y al hombre bueno le llaman
misericordioso. Y es la misericordia un vicio del ánimo. La crueldad y la
misericordia están muy cerca la una de la severidad y la otra de la clemencia y
ambas deben ser evitadas, porque bajo apariencias de severidad caemos en
crueldad y bajo apariencias de clemencia en la misericordia. En ésta es más
ligero el error en que se incurre, pero es igual al error de los que se apartan
de la verdad.
V.- Luego del mismo modo que la religión da culto a los Dioses y la superstición lo
viola, así también todos los hombres buenos mostrarán clemencia y mansedumbre,
pero evitarán la misericordia, porque es el vicio de la gente pusilánime que
sucumbe ante los males ajenos. Por eso es familiarísima a los peores; son las
viejas y las mujercillas las que se conmueven con las lágrimas de los
criminales y las que, si pudieran, les abrirían las puertas de las cárceles. La
misericordia no tiene en cuenta la causa, sino el infortunio; la clemencia va
unida a la razón. Sé que entre los ignorantes se habla mal de la doctrina de
los estoicos, como si fuera excesivamente dura
y no diera en manera alguna buen consejo a los príncipes y reyes; se le
reprocha que prohíbe al sabio compadecerse, que le prohíbe perdonar. Y,
efectivamente, si se expone así, es una doctrina odiosa, porque parece que no
deja ninguna esperanza a los errores humanos, sino que impone castigo a todos
los delitos. Si fuera así, ¿qué ciencia sería ésta, que manda despojarse de la
humanidad y cierra el puerto más seguro para la mala fortuna, que es el auxilio
mutuo?. Pero no hay ninguna doctrina más benigna, ni más suave, ninguna más
amante de los hombres y más atenta al bien común de modo que su propósito es
servir y auxiliar no solamente a uno mismo, sino tener en cuenta a todos y a
cada uno de los hombres. La misericordia es la enfermedad del ánimo a la vista
de las miserias ajena o la tristeza ocasionada por los males ajenos, que cree
sobrevenidos a los que no los merecían; pues bien, la enfermedad no alcanza al
hombre sabio, porque su mente está despejada y nada puede sucederle que la
ofusque. Nada conviene al hombre tanto como la grandeza del alma, pero no puede
ser a la vez grande y triste. La tristeza derriba, deprime y encoge las mentes;
esto no sucederá al sabio ni siquiera en sus propias desgracias, sino que
mantendrá siempre
el mismo rostro plácido, impasible, lo que no podría hacer, si se dejase
dominar por la tristeza.
VI.- Añade que el sabio es previsor y tiene expeditas sus resoluciones, mas nunca lo
trasparente y puro viene de lo turbio. La tristeza no es hábil para discernir
las cosas, calcular lo útil, evitar lo peligroso, estimar lo justo; luego no compadece
porque esto no se hace sin miseria del alma. Todo lo que quiero que hagan los
que se compadecen, lo hará de buen grado y con alteza de alma: enjugará las
lágrimas ajenas; pero sin llorar; dará la mano al náufrago, hospitalidad al
desterrado, socorro al necesitado, pero no el socorro injurioso que la mayor
parte de los que quieren parecer misericordiosos arroja con desdén a los que
ayuda, de los cuales teme ser tocado, sino que lo que dé, lo dará como un
hombre a otro hombre; devolverá el hijo a la madre que lo llora, mandará que se
rompan las cadenas y que se le saque de la arena, y sepultará el cadáver aun
del criminal, pero hará todo esto con una mente tranquila, sin alterar su
rostro. Luego no se compadecerá el sabio, sino que socorrerá, aprovechará, como
nacido para ayudar a todos y para el bien público, del que dará a cada uno su
parte. Extenderá su bondad aun a los desventurados, a los que, cuando hay
ocasión, reprende y enmienda, pero a los afligidos y a los más desgraciados
los socorrerá de mucho mejor grado. Todas las veces que pueda, se interpondrá
entre ellos y la fortuna; ¿de dónde en efecto, usará mejor sus bienes y de sus
fuerzas que levantando lo que azar echó por tierra?. No abatirá ni su rostro ni
su ánimo porque la pierna de uno esté encajinada o el otro envuelva su delgadez
en harapos o apoye su vejez en un bastón; pero ayudará a todos los dignos y, a
la manera de los Dioses, mirará propicio a los desgraciados. La misericordia es
vecina de la miseria, porque tiene y toma algo de ella. Nota que son débiles
los ojos que, ante las lágrimas ajenas, ellos mismos se empañan, tanto, a fe
mía, como es enfermedad y no alegría reír siempre cuando otros ríen y abrir la
boca al bostezo de todos; la misericordia es el vicio de los que se asustan demasiado
de la miseria, y el que la exige del sabio está muy cerca de exigirle lamentos
y gemidos en los funerales de un extraño.
VII.- Pero ¿por qué no perdonará?. Determinemos, por fin ahora qué es el perdón y
sabremos que el sabio no debe concederlo. Perdón es la remisión de la pena
merecida. Por qué el sabio no debe concederlo, lo explican largamente los que
tienen este propósito; yo diré brevemente como en un juicio ajeno: "Se
perdona a quien se debió castigar; pero el sabio ni hace nada que no deba, ni deja
de hacer algo que deba; por esto, no condona la pena que debe imponer. Pero te
dará lo mismo que por el perdón quieres conseguir, por otro camino más honesto,
porque el sabio será tolerante, mirará por el bien ajeno, y corregirá: hace lo
mismo que si perdonara, pero no perdona porque quien perdona omite algo que
debió ser hecho. A uno amonestará tan sólo de palabras, sin infligirle castigo,
mirando que está en edad de enmendarse; a otro claramente abrumado por la
monstruosidad de su crimen, mandará que quede a salvo, ya porque fue engañado,
ya porque cayó en la embriaguez: soltará sin hacerles daño a los enemigos, y a
veces hasta los alabará, si emprendieron la guerra por causas honestas; por
fidelidad, por alianza, por la libertad. Son obras todas éstas no de perdón,
sino de clemencia. La clemencia tiene libre su albedrío; no juzga
formulariamente, sino de acuerdo con la equidad y la bondad; le es lícito
absolver y tasar el pleito en lo que quisiere. Nada de esto lo hace como quien
hace menos de lo justo, sino como quien tiene por lo más justo lo que ha
decidido. Mas perdonar es no castigar a quien juzgas que ha de ser castigado;
perdón es la remisión de la pena debida. Lo primero que hace la clemencia es
declarar que los que liberta no han debido padecer más; es más completa y más
honorable que el perdón. En mi opinión, es una controversia de palabra, pues
sobre la cosa se está de acuerdo. El sabio perdonará muchas cosas, salvará a
muchos de natural poco sano, pero curables. Imitará a los buenos labradores que
no cultivan solamente los árboles derechos y altos, sino que a los que se
torcieron por alguna causa, les aplican puntales para enderezarlos; a otros los
podan para que las ramas no estorben el crecimiento; abonan a otros, que
enferman por ser pobre el suelo, y abren el cielo a los que están cubiertos por
sombra ajena. Verá el sabio de qué modo ha de ser tratado cada carácter, cómo
se enderezan los torcidos...". De este tratado nunca se encontró el final,
se supone que pudo constar de tres libros, tal como su autor lo enuncia en el
Libro Primero, punto III. Lo que sigue son extractos del mismo Tratado,
conservados en una carta por Hildeberto de Tours, en la epístola 1, 3 (CLXXI,
145, Migne) "Propio de la clemencia es disminuir algo la sentencia que castiga.
Quien no deja parte del crimen sin castigo, delinque. Es una culpa castigar
toda la culpa. Se confiesa falto de misericordia aquel a quien le agrada todo
lo que le es permitido. Es en el príncipe una virtud gloriosa castigar menos de
lo que lícitamente puede. Es una virtud ser arrastrado al castigo por la
necesidad y no venir a él por placer. El clemente, cuando es ofendido, tiene
como un dejo de lo grande y de lo divino. El buen príncipe a nadie castiga sin
pena y a nadie proscribe sin dolor. El buen príncipe persigue el crimen
acordándose de que es un hombre al que castiga. El buen príncipe se domina a sí
mismo, sirve al pueblo, no desprecia la sangre de nadie; aunque sea de un
enemigo, es de alguien que puede hacerse amigo; aunque sea de un criminal, es
de un hombre. De quienquiera que sea, ya que no pudo dársela, piensa que es un
crimen quitársela. Por eso su efusión es su confusión".