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martes, 31 de octubre de 2017

REINADO DE LOS TARQUINOS

ANCO MARCIO


No se sabe con precisión cuándo y cómo murió Anco Marcio. Mas debió de ser a los ciento cincuenta años del día en que, según la leyenda, fue fundada Roma, o sea hacia 600 antes de Jesucristo. Parece ser de todos modos, que en aquel momento se hallaba en la ciudad un tal Lucio Tarquino, personaje muy diferente de los que los romanos solían elegirse hasta como reyes y magistrados.

 

No era de allí. Venía de Tarquinia y era hijo de un griego, Demaratos, emigrado de Corinto que se casó con una mujer etrusca. De este enlace nació un niño vivaz, brillante, sin prejuicios, muy ambicioso, que tal vez los romanos, cuando vino a establecerse entre ellos, miraron con una mezcla de admiración, de envidia y de desconfianza. Era rico y despilfarrador entre gente pobre y tacaña. Era elegante en medio de los palurdos. Era el único que sabía de Filosofía, de Geografía y Matemáticas en un mundo de pobres analfabetos. En cuanto a la política, sangre griega más que sangre etrusca debían hacer de él un diplomático de mil recursos entre conciudadanos que pocos debían de tener. Tito Livio dice de él: Fue el primero que intrigó para hacerse elegir rey y pronunció un discurso para asegurarse al apoyo de la plebe.

 
DEMARATOS
Que haya sido el primero, lo dudamos. Pero de que haya intrigado, estamos seguros. Probablemente las familias etruscas, que constituían una minoría, pero rica e influyente, vieron en él a su hombre, y, cansadas de ser gobernadas por reyes pastores y labradores, de raza latina y sabina, sordos a sus necesidades comerciales y expansionistas, decidieron elevarle al trono.

 

Cómo anduvieron las cosas, se ignora. Mas la alusión de Tito Livio a la plebe nos permite hacernos una idea de ello. La plebe es un elemento nuevo en la historia romana, o por lo menos, un elemento que no se había hecho notar bajo los cuatro primeros reyes, que no tenían necesidad alguna de hablar a la plebe para ser elegidos por la sencilla razón de que en sus tiempos no había plebe. En los comicios curiados, que precedían a la investidura del soberano, no existían diferencias sociales. Todos eran ciudadanos, todos eran grandes o pequeños propietarios de tierras; todos tenían, por lo tanto, formalmente los mismos derechos, aunque, por la fuerza de las cosas en la práctica, hubiesen después algunos profesionales de la política para tomar las decisiones e imponerlas a los demás.

 

Era una perfecta democracia casera, donde todo se hacía a la luz del sol y se discutía entre ciudadanos iguales, y lo que contaba, para la distribución de cargos, era la estima y el prestigio de que uno gozaba. Pero todo ello presuponía la pequeña ciudad que fue Roma en aquel su primer siglo de vida, encerrada es su angosta valla de casuchas, y donde cada uno conocía al otro y sabía de quién era hijo y qué había hecho y cómo trataba a su mujer y cuánto gastaba para comer y cuántos sacrificios realizaba en nombres de los dioses.

 

Pero a la muerte de Anco Marcio la situación había cambiado completamente. Las necesidades bélicas. habían estimulado la industria y, por tanto, favorecido al elemento etrusco, del cual procedían carpinteros, herreros, armeros y mercaderes. Llegados de Tarquinia, de Arezzo, de Veyes, las tiendas se llenaron de dependientes y de aprendices que, conociendo bien el oficio, montaron otras tiendas. La elevación de salarios atrajo a la ciudad mano de obra campesina. Los soldados, después de haber hecho la guerra, regresaban a desgana al campo y preferían quedarse en Roma, donde se encontraban con más facilidad mujeres y vino. Mas sobre todo las victorias habían hecho confluir torrentes de esclavos. Y era esta multitud forastera que formaba el plenum, de la que procede la palabra plebe.

 

Lucio Tarquino y sus amigos etruscos debieron ver en seguida el provecho que se podía sacar de esa masa de gente, en su mayor parte excluida de los comicios curiados, si se llegara a convencerla de que sólo un rey también forastero podría hacer valer sus derechos. Y por esto los arengó, prometiéndoles quién sabe qué, acaso lo que después hizo de verdad. En aquella ocasión tenían detrás de sí lo que hoy se llamaría la «gran industria»; los Cini, los Marzotto, los Agnelli, los Pirclli, los Falck de la antigua Roma: gente que podía gastar cuanto dinero quería en propaganda electoral, y que estaba decidida a hacerlo para garantizarse un Gobierno más dispuesto que los precedentes a tutelar sus intereses y a seguir aquella política expansionista que era la condición de su prosperidad.

 

Ciertamente, lo consiguieron, pues Lucio Tarquino fue el elegido con el nombre de Tarquino Prisco, permaneció en el trono treinta y ocho años y, para librarse de él, los «patricios», o sea los «rurales», tuvieron que hacerle asesinar. Más inútilmente. Ante todo, porque la corona, después de él, pasó a su hijo y después, a su nieto. En segundo lugar, porque, más que la causa, el advenimiento de los Tarquino fue efecto de una cierta vuelta que la historia de Roma había sufrido y que no le permitía ya volver a su primitivo y arcaico orden social y la política que de éste derivaba.
 
LUCIO TARQUINIO PRISCO
El rey de la «gran industria» y de la plebe fue un rey autoritario, guerrero, planificador y demagogo. Quiso un palacio y se lo hizo construir según el estilo etrusco, mucho más refinado que el romano. Además, hizo colocar un trono en palacio, y en él se sentó en magna pompa, con el cetro en la mano y un yelmo empenachado. Debió hacerlo un poco por vanidad y un poco porque sabia con quién trataba, y que la plebe, a la cual debía su elección y de la cual se proponía conservar el favor, amaba el fasto y quería ver al rey de uniforme de gran gala, rodeado por coraceros. A diferencia de sus predecesores, que pasaban la mayor parte del tiempo diciendo misa y haciendo horóscopos, él la pasó ejerciendo el poder temporal, es decir, haciendo política y guerras.


 Primero subyugó todo el Lacio, después buscó camorra con los sabinos y les robó otra parte de tierras. Para hacerlo, necesitó muchas armas que la industria pesada le proporcionó, haciendo encima grandes negocios, y muchos suministros que los mercaderes le aseguraron, ganando encima amplias prebendas. Los historiadores republicanos y antietruscos escribieron después que su reinado fue todo un estraperlo de ganancias ilícitas, el triunfo de la propina y del «sobrecito», y que el botín cogido a los vencidos lo empleó en embellecer, no Roma, sino las ciudades etruscas, particularmente Tarquinia, que le viera nacer.

 

Lo dudamos, pues fue precisamente bajo su mando cuando Roma dio un salto adelante, especialmente en materia de monumentos y de urbanizaciones. Sobre todo, construyó la cloaca máxima, que por fin liberó a los ciudadanos de sus detritos, con los que hasta entonces habían convivido. Además, finalmente, la Urbe comenzó a serlo de veras, con calles bien trazadas, barrios delimitados, casas que ya no eran cabañas sino verdaderas construcciones, de techo inclinado a ambos lados, con ventanas y atrio, y un foro, o sea una plaza central, donde todos los ciudadanos se reunían.

 

Desgraciadamente, para llevar a cabo esta auténtica revolución que modificaba no solamente la faz externa de Roma sino también su modo de vida, hubo de soportar la hostilidad del Senado, depositario de la antigua tradición y poco dispuesto a renunciar a su derecho de control sobre el rey. En otros tiempos, lo hubiese depuesto u obligado a dimitir. Mas ahora había que tenerse en cuenta a la plebe, o sea a una multitud que todavía no contaba con representación política adecuada, pero que esperaba que Tarquino se la concediese, y que estaba dispuesta a sostenerle incluso con barricadas. Era más fácil asesinarlo, y esto hicieron. Pero cometieron el imperdonable error de dejar con vida a su mujer e hijo, convencidos de que aquélla por su sexo y éste por su temprana edad no podrían mantener el poder.

 

Acaso hubiesen tenido razón de haber sido romana Tanaquila, es decir, habituada tan sólo a obedecer. Pero, al contrario, era etrusca, había estudiado y compartido con su marido no tan sólo el lecho sino también el trabajo, interesándose por problemas de Estado, la administración, la política exterior y las reformas; y, sobre todo, se la sabía más lista que los mismos senadores, muchos de los cuales eran analfabetos.

 

Sepultado el rey, ella ocupó su puesto en el trono, y lo mantuvo caliente para Servio que entretanto crecía y que fue el primero y el último rey de Roma que heredó la corona sin ser electo. No se sabe bien si era hijo de aquél o de una sirvienta suya, como parece indicar el nombre. Como fuere, también a él los historiadores romanos, todos republicanos fervientes, han tratado de denigrarlo. Más no lo han logrado. Aun a desgana, han tenido que admitir que su gobierno era ilustrado y que bajo él se llevaron a cabo algunas de las más importantes empresas. Sobre todo, construyó murallas en la ciudad, dando trabajo a albañiles, técnicos y artesanos que vieron en él a su protector. Además, emprendió la reforma política y social que fue base de todos los sucesivos ordenamientos romanos.

 

La vieja división en treinta curias presuponía una ciudad de treinta a cuarenta mil habitantes, todos más o menos con los mismos títulos, los mismos derechos y el mismo patrimonio. Mas ahora había crecido extraordinariamente y hay quien hace ascender a siete u ochocientas mil almas la población ciudadana en tiempos de Servio. Probablemente son cálculos equivocados: a tantos debían subir no los habitantes de Roma, sino de todo el territorio conquistado por ella. Sin embargo, la ciudad debía de sobrepasar al menos los cien mil, y las grandes obras públicas que Tarquino y Servio emprendieron debieron ser impuestas por una aguda crisis de la vivienda.
 
SERVIO TULIO
De aquella masa, sólo la inscrita ya en los comicios curiados tenía voz en capítulo y podía votar. Los demás seguían estando excluidos, entre ellos incluso los más grandes industriales, comerciantes y banqueros: los que proporcionaban el dinero al Estado para hacer las guerras y las grandes obras de avenamiento. Ahora tenían derecho a una recompensa.

 

Como primera medida, Servio concedía la ciudadanía a los libertinos, o sea a los hijos de los esclavos liberados o libertos. Debieron de ser muchos miles de personas, que a partir de entonces fueron sus más encarnizados sostenedores. Después, abolió las treinta curias divididas según los barrios instituyendo en su lugar cinco clases, diferenciadas sobre la base no de su domicilio, sino de su patrimonio. A la primera pertenecían los que tuviesen al menos cien mil ases y a la última, los que poseían menos de doce mil quinientos. Es difícil saber a qué corresponde, hoy, en moneda, un as. Tal vez a diez liras, tal vez a más. Como fuere, estas diferencias económicas determinaron también las políticas. Pues mientras en las curias todos eran pariguales, al menos formalmente, y el voto de cada uno valía el de otro cualquiera, las clases votaban por centurias, pero no tenían un número igual de ellas. La primera tenia noventa y ocho. En total eran ciento noventa y ocho votos de la clase primera para determinar la mayoría. Las otras, aunque se coaligasen, no lograban alcanzarla.

 

Era un régimen capitalista o plutocrático en plena regla, que daba el monopolio del poder legislativo a la «gran industria», quitándosela al Agrarismo, o sea al Senado, que tenía mucho más dinero. Más, ¿qué podía hacer éste? Servio no le debía ni siquiera la' elección porque la corona la había heredado de su padre y tenía consigo el dinero de los ricos que le eran deudores de su nuevo poderío, y el apoyo del pueblo llano a quien le había dado empleo, salario y ciudadanía. Sostenido por estas fuerzas, se rodeó de una guardia armada para proteger su propia vida de los malintencionados, se ciñó una diadema de oro en la cabeza, se hizo fabricar un trono de marfil y se sentó en éste, majestuosamente, con un cetro en la mano, rematado por un águila. Patricio o no patricio, senador o mendigo, quien quisiera acercársele tenía que hacerse anunciar y esperar su turno.

 

Era difícil eliminar a un hombre semejante. Y, efectivamente, sus enemigos, para lograrlo, tuvieron que confiar la ejecución a su sobrino-yerno, quien, como tal, podía circular libremente por palacio.

 

Este segundo Tarquino, antes de arriesgar el golpe intentó que derrocaran a su tío por abuso de poder; Servio se presentó ante las centurias que volvieron a. confirmarlo rey con plebiscitaria aclamación (lo cuenta Tito Livio, gran republicano, y sin duda debe ser verdad).

 

No quedaba, por tanto, más que el puñal y Tarquino lo usó sin muchos escrúpulos. Pero el suspiro de alivio que exhalaron los senadores con los cuales se había aliado, se les quedó en la garganta, cuando vieron al asesino sentarse a su vez en el trono de marfil sin pedirles permiso, como sucedía en aquellos buenos viejos tiempos que ellos esperaban restaurar.

 

El nuevo soberano se mostró en seguida más tiránico que el que había expedido al otro mundo. Y, en efecto, le bautizaron el Soberbio para distinguirle del fundador de la dinastía. Si le dieron este apodo, alguna razón habría, aunque no sea cierto lo que después se ha contado sobre su caída. Parece ser que se divertía matando gente en el Foro. Y de carácter belicoso seguramente lo fue porque la mayor parte de su tiempo, como rey, lo pasó haciendo guerras. Guerras afortunadas, pues bajo su mando el Ejército, integrado entonces por algunas decenas de miles de hombres, conquistó no tan sólo la Sabina, sino también la Etruria y sus colonias meridionales, al menos hasta Gaeta. De aquí hasta casi la desembocadura del Amo, Roma hacía en aquel momento el buen y el mal tiempo. La guerra no era siempre caliente. A menudo era solamente «fría», como se dice hoy. Pero, en suma, Tarquino fue, un poco por la fuerza de las armas y otro poco gracias a la diplomacia, el jefe de algo que, para aquellos tiempos, era un pequeño imperio. No llegaba al Adriático, pero ya dominaba el Tirreno.

 

Tal vez Tarquino alargó tanto la mano para hacer olvidar el modo con que subió al trono sobre el cadáver de un rey generoso y popular. Los éxitos exteriores sirven muchas veces para disfrazar la debilidad interna de un régimen. Como fuere, Tarquino debió, al aparecer, su caída a este afán de conquistas.
 

Un día, cuéntase, estaba en el campo con sus soldados, su hijo Sexto Tarquino y su sobrino Lucio Tarquino Colatino. Éstos, bajo la tienda, comenzaron a discutir la virtud de sus respectivas esposas, cada uno sosteniendo, como buen marido, la de la propia. Probablemente el uno le dijo al otro: «La mía es una esposa honesta. La tuya te pone cuernos.» Decidieron volver aquella noche a casa para sorprenderlas. Montaron a caballo y se fueron.
 
LUCIO TARQUINO COLATINO
En Roma, encontraron a la mujer de Sexto que se consolaba de la momentánea viudez banqueteando con amigos y dejándose cortejar. La de Colatino, Lucrecia, engañaba la espera tejiendo un vestido para su marido. 

LA MUERTE DE LUCRECIA, POR BOTTICELLI


Colatino, triunfante, se embolsó la apuesta y volvió al campo. Sexto, mortificado y deseoso de desquite, se puso a cortejar a Lucrecia y al fin, un poco con violencia y otro poco con astucia, venció su resistencia.


Cometida la infidelidad, la pobre mujer mandó llamar a su marido y a su padre, que era senador, les confesó lo acaecido y se mató de una puñalada en el corazón. Lucio Junio Bruto, sobrino también del rey, quien le había asesinado a su padre, reunió el Senado, contó la historia de aquella infamia y propuso destronar al Soberbio y expulsar de la ciudad a toda su familia (excepto él, se entiende). Tarquino, informado, se precipitó a Roma, al mismo tiempo que Bruto galopaba hacia el campo, y probablemente se encontraron por el camino. Mientras el rey trataba de restablecer el orden en la ciudad. Bruto sembraba el desorden en las legiones, que decidieron entonces rebelarse y marchar sobre Roma.
 
LUCIO JUNIO BRUTO
Tarquino huyó hacia el Norte, refugiándose en aquella Etruria de donde sus antepasados habían descendido y cuyo orgullo él había humillado reduciendo sus ciudades a la condición de vasallas de Roma. Debió de ser una bien amarga mortificación para él pedir hospitalidad a Porsena, lucumón o sea primer magistrado de Chiusi, que en aquellos tiempos se llamaba Clusium.


Pero Porsena, gran hombre de bien, se la concedió.




En Roma proclamaron la República. Como más  tarde la de los Plantagenet en Inglaterra y la de los Borbones en Francia, también la monarquía de Roma había durado siete reyes.  Corría el año 509 antes de Jesucristo. Habían transcurrido doscientos cuarenta y seis ab urbe condita.



lunes, 30 de octubre de 2017

CICERÓN DICE SOBRE LA LIBERTAD

 La libertad solo reside en los Estados en los que el pueblo tiene el poder supremo.







HERÓDOTO DICE SOBRE LA DEMOCRACIA

La democracia lleva el más bello nombre que existe "igualdad".




LIBANIO RECOMIENDA LOS LIBROS A LOS JÓVENES


Te recomiendo que proveas de libros a tu hijo. Sin estos, será igual que quien intenta aprender a disparar el arco sin tener arco.



POMPEYA


La catástrofe telúrica que el 24 de agosto del 79 hizo la desgracia de Pompeya ha constituido su fortuna póstuna. Era una de las más insignificantes ciudades de Italia. Contaba poco más de quince mil habitantes, vivía sobre todo de la agricultura y a su nombre no estaba vinculado ningún gran acontecer histórico. Pero aquel día el Vesubio se encapuchó con un negro nubarrón del que llovió un torrente de lava que en pocas horas sumergió a Pompeya y Herculano. Plinio el Viejo, que mandaba la flota en el puerto de Pozzuoli y que tenía, entre otras cosas, la pasión de la geología, acudió con sus naves para ver de lo que se trataba y además para salvar a los habitantes que huían aterrados hacia el mar. Pero, cegado por el humo y atropellado por el gentío, cayó y fue alcanzado y sepultado por la lava. Cerca de dos mil personas perdieron la vida en aquella catástrofe. Pero, bajo el sudario de la muerte, la ciudad se conservó intacta. Y cuando, hace casi dos siglos, los arqueólogos la desenterraron, lo que poco a poco volvió a la luz fue el documento más instructivo, no sólo de la arquitectura, sino también de la vida de un pequeño centro de provincia italiana en el siglo de oro del Imperio. Amedeo Maiuri, que ha dedicado a ello su vida, ha extraído, y sigue extrayendo de Pompeya valiosas enseñanzas. 



El centro de la población era el Foro, o sea la plaza, que seguramente en su origen había sido el mercado de las coles que daba fama a aquella región, pero que con el tiempo se había convertido también en teatro al aire libre, tanto para los espectáculos dramáticos como para los juegos. Los edificios que la circundaban eran los de utilidad pública, empezando por los templos de Júpiter, de Apolo y de Venus y terminando con el Ayuntamiento y los establecimientos comerciales.


 

No cabe duda de que la vida se desenvolvía allí, y que el dédalo de callejuelas que se entrelazaban en torno constituían una especie de trastienda atestada de pequeños almacenes y de talleres artesanos, con ruido de martillos, hachas, sierras, garlopas, limas y del ensordecedor vocerío de niños, mujeres, gatos, perros y vendedores ambulantes, todo lo cual aún hoy constituye una característica de nuestro bello, pero no silencioso país, especialmente en el Sur. Y dado que lo que mejor se conserva de las costumbres de un pueblo son los defectos, en Pompeya podemos medir lo viejo que es, en Italia, el de ensuciar las paredes y servirse de ellas como de instrumentos de propaganda de nuestras ideas, de nuestros amores y de nuestros odios. Hoy lo hacemos con manifiestos, tiza y carbón. Entonces se hacia con los esgrafiados, o sea, grabando la piedra. Mas la diferencia es tan sólo técnica: en cuanto al contenido, está claro que los italianos siempre han pensado, dicho y gritado las mismas cosas. Ticio prometía a Cornelia un amor más largo que su propia vida; Cayo invitaba a Sempronio a que fuese a hacerse matar; Julio garantizaba paz y prosperidad a todos si le elegían cuestor, y se prodigaban los «¡Viva Mayo!» dedicados a un edil que contrató a sus propias expensas al gladiador París, como hoy se contrata a los «oriundos» en los equipos de fútbol, para ofrecer un espectáculo en el anfiteatro, donde se disponía de veinte mil asientos, cinco mil más de lo que requería la entera ciudadanía, que debían ser reservados, evidentemente, a la gente del campo. 



Las casas eran cómodas y más bien lujosas. No tenían casi ventanas y, raramente, un termosifón. Mas los techos son. de cemento, y a veces de mosaico, y los pavimentos, de piedra. Sólo los palacios tienen cuarto de baño y algunos hasta piscina. Pero había sus buenas tres termas públicas con su correspondiente palestra. Las cocinas estaban provistas de toda suerte de utensilios; sartenes, ollas, asadores; y en una librería particular fueron descubiertos dos mil volúmenes en griego y en latín. Del mobiliario poco se sabe porque, siendo casi todo de madera, se ha echado a perder. Pero han quedado tinteros, plumas, lámparas de bronce y estatuas, todas de influencia griega, de noble estilo y refinada factura. 



Todo esto sugiere la idea de una vida cómoda y bien organizada, que debía ser de hecho la de las ciudades de provincia en los siglos felices del Imperio. Cierto que ninguna de ellas podía competir con Roma en cuanto a intensidad, servicios públicos, salones y diversiones. En compensación, quien las habitaba quedaba sustraído a los peligros de persecuciones, o por lo menos los padecía en menor grado, y las malas costumbres de la decadencia sólo llegaron a ellas mucho más tarde y aun atenuadas por la solidez de las buenas tradiciones. 



Por ello César y más tarde Vespasiano trataron de colmar los vacíos de la aristocracia y del Senado romanos con familias de aquella burguesía provincial. Y una de las razones por las cuales, caída Roma, la civilización romana resistió y corrompió a los bárbaros absorbiéndolos, es que no tan sólo en la Urbe, sino dondequiera que aquéllos pusieran el pie en la península, hallaron ciudades magníficamente organizadas. 



No haremos el inventario de ellas. Nos limitaremos tan sólo a decir que, al contrario de lo que sucede hoy, aquellos meridionales eran superiores a los septentrionales porque aun antes que la romana habían conocido la civilización griega. Nápoles era la más renombrada por sus templos, por sus estatuas, por su cielo, por su mar, por la sutil astucia de sus habitantes y, como hoy, por su haraganería. Desde Roma iban a pasar el invierno, y sus alrededores, Sorrento, Pozzuoli y Cumas, hormigueaban de villas. Capri había sido ya descubierta hacía tiempo y Tiberio la «lanzó» convirtiéndola en su residencia habitual. Y Pozzuoli fue la más renombrada estación termal dé la Antigüedad por sus aguas sulfurosas.


 

Otra región cuajada de ciudades ya sazonadas era la Toscana, donde las habían construido los etruscos. 



Las más importantes eran Chiusi, Arezzo, Volterra, Tarquinia y Perusa, considerada está última como parte de aquella región. Florencia que, apenas recién nacida, se llamaba Florentia, era la menos conspicua y no preveía su destino. 



Más arriba, allende los Apeninos, comenzaban las ciudades fortalezas, construidas ante todo por razones militares, como plazas fuertes de los ejércitos empeñados en la lucha contra las pendencieras poblaciones galas. Tales fueron Mantua, Cremona, Ferrara, Placencia. Más al Norte se hallaba el gran burgo mercantil de Como, que consideraba a Mediolanum, o sea Milán, su barrio pobre. Turín había sido fundada por los galos taurinos, pero empezó a convertirse en una ciudad propiamente dicha cuando Augusto la transformó en colonia romana. Venecia no había nacido aún, pero los vénetos habían llegado ya de Iliria y fundado Verona. Heródoto cuenta que los jefes de las tribus requisaban las muchachas, sacaban a subasta las más bellas y con lo recaudado hacían una dote para las menos agraciadas y así conseguían casarlas a todas. He aquí una cosa en la que los socialistas de hoy no han pensado todavía. 



Esto no es un catálogo; es solamente una ejemplificación. En conjunto puede decirse que Italia ya estaba entonces cuajada de ciudades, porque casi todas las que ahora cuentan nacieron en aquellos tiempos. Y las libertades democráticas resistieron en ellas más tiempo que en Roma, en buena parte también porque el poder lo ejercía un autogobierno de tipo más bien patriarcal. Constituía el monopolio de una Curia, que era un Senado en miniatura, el cual, como en Roma, ejercía el control sobre los magistrados elegidos libremente por los ciudadanos. La lista de candidatos, empero, quedaba casi reservada a los ricos, porque no tan sólo no recibían estipendio, sino que debían cabrir los huecos del presupuesto municipal. 



La elección se celebraba con un gigantesco banquete al que todos estaban invitados y que se repetía el día del cumpleaños, el de la boda de la hija, etc. Además, el éxito en el cargo y la posibilidad de volverse a presentar o de concurrir a otro más elevado, eran medidos por las obras públicas, y por los espectáculos que el jerarca había financiado de su bolsillo. Lápidas halladas un poco en todas partes atestiguaban la prodigalidad (y la vanidad) de aquellos dirigentes que a menudo arruinaban a su propia familia para granjearse la estima y los votos de sus conciudadanos.

PAREJA ROMANA EN UNA PINTURA
 ENCONTRADA EN POMPEYA

En Tarquinia, Desumio Tulio, para derrotar a su rival, prometió construir termas y gastó en ellas cinco millones de sestercios, sordo a las protestas de sus hijos que le gritaban; «¡Papá, nos estás arruinando...!» En Cassino, una rica viuda regaló un templo y un teatro. En Ostia, Lucilio Yemala pavimentó las calles. Y todos, cuando había carestía, compraban trigo y lo distribuían gratis a los pobres. No siempre ésos se lo agradecían. En Pompeya hay graffiti en los que se acusa a los candidatos de haber regalado a la población tan sólo la mitad de lo que habían robado con sus malversaciones cuando ocupaban cargos en el Gobierno. 



Hasta Marco Aurelio, las interferencias del Gobierno central romano en la vida municipal de las ciudades de provincia fueron escasas y casi siempre más encaminadas a favorecer su desarrollo que a impedirlo. Los emperadores, casi todos rapaces en lo que atañía a la administración de las provincias extranjeras, tenían una debilidad por Italia, aunque fuese interesada. La República había tratado duramente a la península porque tuvo que combatirla y someterla, y con frecuencia fue traicionada por ella. Pero para el Principado ya era el hinterland de Roma. Los emperadores iban con frecuencia a visitar las ciudades y en cada visita había donativos, subsidios y franquicias en respuesta a las entusiastas acogidas que regularmente recibían, y porque cada soberano trataba de superar en munificencia a su predecesor. 



En suma, para la provincia italiana el Imperio fue un maná de Dios. No recibió más que beneficios: el orden, los caminos bien cuidados, el comercio floreciente, la moneda sana, los intercambios fáciles y frecuentes, la seguridad ante las invasiones. Las luchas palaciegas, las persecuciones policíacas, los procesos y las matanzas no la afectaron.