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domingo, 26 de febrero de 2017

CARTA DEL GOBERNADOR DE CILICIA MARCO TULIO CICERÓN, A SU AMIGO TITO POMPONIO ÁTICO SOBRE SU GOBIERNO EN LA PROVINCIA



«Gracias a mis esfuerzos muchos estados se han visto libres de deudas y en otros se han reducido considerablemente. Ahora todos tienen sus propias leyes y con la concesión de la autonomía han vuelto a prosperar. Les he dado la oportunidad de librarse de las deudas o de disminuir sus cargas de dos modos: primero, no imponiéndoles nuevas cargas y es increíble lo que esto les ha ayudado a librarse de sus dificultades y segundo, como vi que estos griegos cometían muchísimos desfalcos, les obligué a confesarlo y sin necesidad de tener que castigarles públicamente, ellos mismos se avinieron a reembolsar las cantidades de las que se habían apropiado indebidamente. La consecuencia es que mientras la población no había podido pagar los impuestos correspondientes a este período de cinco años, ahora han podido satisfacerlos, junto con los atrasos del período anterior. En cuanto a mi administración de la justicia, también he sido afortunado.»



CICERÓN SE PREGUNTA SOBRE EL GÉNERO HUMANO



¿Cómo puede vivir un hombre aceptando divertido el mal innato en sus semejantes, encogiéndose de hombros y no tratando de desarraigarlo?










EL CÓNSUL CAYO FABRICIO LUSCINO

 
Cayo Fabricio Luscino (en latín, Gaius Fabricius Luscinus) fue un político y militar de la República romana, supuestamente el primero de la gens Fabricii en trasladarse a la ciudad de Roma, siendo su familia originaria de Alatri. El cognomen Luscino se traduce por tuerto.
 
Él es mencionado por primera vez en el año 285 a. C. ó 284 a. C., cuando fue enviado como embajador a Tarento, para disuadir a los tarentinos de hacer la guerra contra Roma, pero fue detenido por ellos, mientras enviaban embajadas a los etruscos, umbros, y a los galos, con el propósito de formar una gran coalición contra Roma. Debe, sin embargo, haber sido puesto en libertad poco después, porque fue cónsul en 282 a. C. con Q. Emilio Papo.
 
En su consulado, tenía que hacer la guerra en el sur de Italia contra los samnitas, lucanos y brucios. Marchó primero en alivio de la ciudad de Turios, a la que lucanos y brucios habían sitiado, bajo el mando de Estatilio. Los romanos obtuvieron una gran victoria, la ciudad de Turios fue liberada, y sus habitantes agradecidos erigieron una estatua del cónsul victorioso. Fabricio continuó con su éxito mediante la obtención de diversas otras victorias contra los lucanos, brutios y samnitas, tomando varias de sus ciudades, y obtuvo tan gran botín, que, después de dar una gran parte de éste a sus soldados, y devolver a los ciudadanos el tributo que habían pagado el año anterior, llevó a la tesorería después de su triunfo más de 400 talentos.
 
Tras la derrota de los romanos a manos del rey Pirro de Epiro en la batalla de Heraclea, Fabricio negoció la paz con Pirro, y posiblemente el rescate e intercambio de prisioneros. Plutarco comenta que Pirro quedó impresionado por la imposibilidad de sobornar a Fabricio, y que devolvió a los prisioneros sin necesidad del pago de ningún rescate. La guerra fue renovada en el año siguiente, 279 a. C., cuando Fabricio sirvió de nuevo como legado, y compartió la derrota de la batalla de Asculum, en la cual se dice que recibió una herida.
 
Al año siguiento, 278 a. C., fue elegido cónsul por segunda vez con Quinto Emilio Papo. Pirro, cuyas victorias habían sido adquiridas a gran precio, no estaba dispuesto a arriesgarse a otra batalla contra los romanos, especialmente bajo el mando de Fabricio, y los romanos tampoco, pues estaban ansiosos por recuperar su dominio sobre sus aliados, que se habían rebelado, por lo que se esperaba una conclusión de la guerra. La generosidad con que Fabricio y su colega enviaron al rey al traidor que había ofrecido envenenarlo, se ofrece como justo pretexto para la apertura de una negociación, y tan oportunamente se produce este evento, que Barthold Georg Niebuhr conjetura que era un plan preconcebido. Cineas fue enviado a Roma, llegó a la conclusión de una tregua, y Pirro embarcó hacia Sicilia, dejando a sus aliados italianos expuestos a la venganza de los romanos.
 
Fabricio empleó el resto del año en la reducción del sur de Italia, y en su regreso a Roma celebró un triunfo de sus victorias sobre los lucanos, brutios, tarentinos, y samnitas. Se esforzó para obtener la elección de P. Cornelio Rufino al consulado para el año siguiente, en razón de sus capacidades militares, aunque era un hombre avaro.
 
Se indica en los fastos que Fabricio fue cónsul suffectus en el año 273 a. C., pero esto parece ser un error, derivada de la confusión de su nombre con el de C. Fabio Licinio. Fue censor, en 275 a. C., con Quinto Emilio Papo, su antiguo colega en el consulado, y se distinguió por la severidad con la que trató de reprimir el creciente gusto por el lujo. La censura es particularmente célebre por la expulsión del Senado de Publio Cornelio Rufino, mencionado anteriormente, a causa de su posesión de diez libras de plata.
 
Fabricio murió tan pobre como había vivido; no dejó dote a sus hijas, que el Senado, sin embargo, arregló, y con el fin de honrar su memoria, el estado le enterrado en el Pomaerium, aunque esto estaba prohibido por una ley de las Doce Tablas.

 
Los relatos que hay sobre Fabricio se atienen al estándar de austeridad e incorruptibilidad, similares a los de Curio Dentato, motivo por el que Cicerón a menudo les cita conjuntamente.





EL CÓNSUL PUBLIO CORNELIO DOLABELLA


 
Publio Cornelio Dolabella (en latín, Publius Cornelius Dolabella;70 a. C.-43 a. C.) fue sin duda el miembro más importante de la familia de los Cornelios Dolabellas, una rama plebeya de la gens Cornelia. Estuvo casado con la hija de Marco Tulio Cicerón, Tulia Cicerón.
 
Probablemente era hijo del pretor urbano del año 67 a. C. Publio Cornelio Dolabella. Nació alrededor del año 70 a. C. Fue un hombre considerado el más libertino de su tiempo y en su juventud fue culpable de muchas ofensas, que lo pusieron en peligro y por las que Cicerón tuvo que salir más de una vez en su defensa.
 
En 51 a. C. fue nombrado miembro del colegio de quindecimviri y al año siguiente acusó a Apio Claudio de violar los derechos del pueblo; Apio deseaba ser defendido por Cicerón y para evitarlo Dolabella quiso casarse con Tulia, la hija del orador, a pesar de que aún no había repudiado a su esposa Fabia. La esposa de Cicerón aceptó el matrimonio de su hija con Publio y el casamiento se concertó y se celebró, a pesar de la oposición de Cicerón debida al carácter vicioso de su yerno.
 
Finalmente Apio Claudio fue absuelto. Después de este hecho, Cicerón habla de su yerno en sus cartas con gran admiración y estimación.
 
Cuando estalló la Guerra Civil entre Cayo Julio César y Cneo Pompeyo Magno, tomó primero el bando del líder de los Optimates, Pompeyo, pero pronto se vio obligado, presionado por sus acreedores, a buscar refugio en el lado de César. Este marchó a Hispania para luchar contra los Pompeyanos y le envió con una flota al mar Adriático, donde no hizo ninguna acción de mérito.
 
Dolabella estuvo presente en la batalla de Farsalia en la que resultó derrotado Pompeyo. Después de esta batalla, Dolabella regresó a Roma, pero no obtuvo ninguna recompensa de César para poder hacer frente a sus deudas y las reclamaciones de sus acreedores continuaron. En apenas dos años Tulia, su esposa, quedó embarazada dos veces y tuvo dos hijos, pero abandonó a su marido cuando esperaba el segundo.
 
Para obtener el tribunado de la plebe se hizo adoptar por una familia plebeya, los Léntulo. Gneo Léntulo Vatia lo adoptó y por este motivo algunas veces es llamado Gneo Léntulo Dolabella. Así, en 48 a. C. para escapar de las exigencias de sus acreedores, introdujo (en su condición de tribuno de la plebe) un proyecto de ley que exponía que todas las facturas debían ser canceladas, pero encontró una enconada oposición en sus colegas magistrados encabezados por el cónsul Publio Servilio Vatia Isaúrico, y el pretor urbano Gayo Trebonio causando graves disturbios en Roma. César a su vuelta de Alejandría, viendo lo peligroso de dejar a Dolabella en Roma, se lo llevó en la expedición a África e Hispania, donde combatió en la Batalla de Tapso y en la Batalla de Munda, en las que fueron derrotados por completo los republicanos. En esta última campaña fue herido en acción.
 
César le prometió el consulado para el año 44 a. C., a pesar de que Dolabella tenía tan sólo 25 años de edad, y todavía no había sido pretor, pero después no cumplió lo prometido y se designó a sí mismo como cónsul para ese año. Sin embargo, como ya se había resuelto su campaña contra los partos, César volvió a prometer a Dolabella el consulado en su ausencia, pero Marco Antonio, que era augur, se opuso a este nombramiento y cuando los comicios se llevaron a cabo, llevó su amenaza a la práctica. El Senado tenía que resolver la materia, pero antes de que pudiera tomar una decisión, César fue asesinado en los idus de marzo.
 
A la muerte de César, Dolabella tomó posesión de las fasces consulares. Dolabella intentó establecer buenas relaciones con Marco Junio Bruto y los otros líderes de la facción optimate para ser confirmado en su puesto. Su suegro Cicerón se alegró de estos supuestos sentimientos republicanos de Dolabella, que le hicieron destruir un altar que se había levantado dedicado a César, y ordenó que las personas que fueran allí con la intención de ofrecer sacrificios a César fueran arrojadas desde la roca Tarpeya, o clavadas en la cruz.
 
Pero cuando Marco Antonio, su colega en el consulado, le ofreció el gobierno de Siria y el mando de la expedición contra el Imperio Parto, Dolabella cambió de bando una vez más. Como Casio también reclamaba la provincia de Siria, Dolabella abandonó Roma antes de terminar su año de consulado. Su viaje a la provincia de Siria a través de Grecia, Macedonia, Tracia y Asia Menor, estuvo caracterizado por la extorsión, el saqueo y el asesinato del procónsul de Asia Cayo Trebonio que le negó la entrada a la ciudad de Esmirna.
 
Tras este crimen, Dolabella fue declarado enemigo público y remplazado por Cayo Casio Longino, que le atacó y derrotó en Laodicea en (43 a. C.). Cuando las tropas de Casio entraron en la ciudad, Dolabella pidió a un soldado que le clavara su espada.




PLINIO DICE SOBRE LOS MÉDICOS


Y no cabe duda de que toda  esa gente que se dicen médicos, están al acecho de la fama a costa de cualquier novedad, negocian con nuestra vida sin pensárselo dos veces. De ahí aquellas miserables consultas junto al lecho de los enfermos, en las que ninguno opina lo mismo, para que no parezca una concesión ante el parecer de otro. De ahí también aquella infausta inscripción funeraria: "Murió por exceso de médicos".


( Plinio en "Historia Natural" )




EL INCIDENTE DE UN PERRO CALLEJERO CON EL FUTURO EMPERADOR VESPASIANO CUANDO ERA EDIL


Un perro callejero encontró una vez la mano de un hombre en una encrucijada, la llevó al lugar en el que Vespasiano se hallaba almorzando y la dejó caer sobre la mesa. Habiendo sido responsable de las calles de Roma en su calidad de edil durante el reinado de Calígula, es indudable que debió de ver el incidente con muy malos ojos.


( Suetonio en "El divino Vespasiano" )




LA VIDA EN LA ROMA HIBRIDA, MULTIRACIAL Y EPICÚREA



La Roma de este período, que suele llamarse epicúreo, tenía una población que algunos estimaban en un millón y otros en millón y medio. Estaba dividida en las habituales clases y órdenes y la aristocracia era aún numerosa; mas, aparte el nombre de los Cornelio, los cronistas de la época no vuelven a citar los grandes de antes: los Fabio, los Emilio, los Valerio, etc. Diezmados primero por las guerras a las que daban un gran tributo de cadáver, después por las persecuciones y finalmente por las prácticas maltusianas, aquellas ilustres familias se habían extinguido siendo remplazadas por otras con menos antepasados y más dinero, que procedían de la burguesía industrial y mercantil de provincias.


«Hoy, en la alta sociedad —decía Juvenal—, el único buen negocio es una mujer estéril. Todos te serán amigos en espera del testamento. ¿Y quién te dice que la que te hace un hijo no dé a luz a un negro?»


Juvenal cargaba un poco la mano, pero la calamidad que denunciaba era auténtica. El matrimonio, que en la edad estoica había sido un sacramento y volvería a serlo en la cristiana, entonces sólo era una aventura pasajera; y la educación de los hijos, considerada un tiempo deber hacia el Estado y hacia los dioses que prometían una vida ultraterrena solamente a los que dejaban alguien que cuidase de sus tumbas, ahora era una molestia, un estorbo que evitar. El infanticidio ya no estaba permitido, pero el aborto era una práctica corriente, y si no salía bien, se recurría al abandono del recién nacido al pie de una columna lactante, así llamada porque junto a ellas había nodrizas pagadas adrede por el Estado para amamantar a los niños abandonados.


Bajo el influjo de esas costumbres, la misma estructura biológica y racial de Roma había cambiado. ¿Qué ciudadano no tenía en sus venas alguna gota de sangre extranjera? Las minorías griegas, siríacas, israelitas, formaban, juntas, mayoría. Los hebreos eran ya tan fuertes, sobre todo debido a su unión, en tiempos de César, que constituyeron uno de los principales puntales de su régimen. Había pocos ricos entre ellos, pero en conjunto constituían una comunidad disciplinada, laboriosísima y de sanas costumbres. No podía decirse lo mismo de los egipcios, de los siríacos y de otros orientales, grandes maestros sobre todo en la bolsa negra.


La madre romana que se decidía a poner un hijo en el mundo, si no se veía reducida a una extrema pobreza, se desembarazaba en seguida de él, confiándolo primero a una nodriza y después a una institutriz griega, que ocupaba el puesto de las alemanas o inglesas de hoy, y, finalmente, a un pedagogo, en general griego también, para su instrucción. De lo contrario lo mandaba a una de aquellas escuelas que ya habían surgido un poco en todas partes, pero que eran privadas, no estatales, para ambos sexos y dirigidas por un magister. Los alumnos frecuentaban las elementales hasta los doce o trece años. Después se separaba a los dos sexos. Las hembras completaban su instrucción en colegios apropiados donde se les enseñaba sobre todo música y danza. Los varones emprendían los secundarios, regidos por gramáticos, que por ser también casi todos griegos, insistían sobre todo en la lengua, literatura, y filosofía griegas, que acabaron efectivamente por sumergir la cultura romana. La universidad era representada por los cursos de los retóricos, que no tenían nada de orgánico. No había exámenes, no había tesis de licenciatura, no había doctorado. Habían tan sólo conferencias seguidas de discusiones. Los cursos costaban hasta dos mil sestercios —entre doscientas y doscientas cincuenta mil liras al año. Y Petronio lamentaba que no se enseñase en ellos más que abstracciones sin utilidad alguna para la vida práctica. Mas éstas cosquilleaban el gusto, típicamente romano, por la controversia, la sutileza y la cavilación; vicio que después ha transmigrado en el cuerpo de todos los italianos.


Las familias más pudientes mandaban a sus hijos a perfeccionarse en el extranjero: a Atenas para la Filosofía, a Alejandría para la Medicina y a Rodas para la elocuencia. Y gastaban tanto dinero en su manutención que Vespasiano el parsimonioso, para impedir aquella hemorragia de divisas, prefirió reclutar a los más ilustres docentes de aquellas ciudades y trasplantarles a Roma en institutos estatales que les pagaban honorarios de cien mil sestercios al año, o sea cinco millones de liras.


En lo que respecta a los varones, la moralidad juvenil no había sido nunca gran cosa, ni siquiera en los tiempos estoicos. Quedaba sobrentendido que a partir de los dieciséis años, el chico frecuentase lupanares y no se prestaba mucha atención al hecho de que corriese también alguna aventura no sólo con mujeres, sino también con hombres.


 Pero entonces todo estaba en estado primario, los burdeles eran innobles, y la temporada de la desvergüenza acababa con la llamada a las armas y después con el matrimonio con el que se inauguraba la de la austeridad. Ahora, los muchachos se hacían eximir del servicio militar, los burdeles se habían convertido en establecimientos de lujo, las meretrices consideraban un deber entretener a los clientes no sólo con sus gracias, sino también con la conversación, con música, con danzas, un poco como las geishas en el Japón, y los clientes seguían frecuentándolos también después de casados.


Con las muchachas se era más severo, mientras eran muchachas. Pero, en general, se casaban antes de los veinte años porque después de esta edad eran consideradas como solteronas, y porque el matrimonio les procuraba las mismas libertades que a los varones, o poco menos. Séneca consideraba afortunado al marido cuya mujer se conformaba con dos amantes solamente. Y un epitafio inscrito en una tumba reza así: «Permaneció fiel durante cuarenta y un años a la misma esposa.» Juvenal, Marcial y Estacio, nos hablaban de mujeres de la burguesía que luchaban en el Circo, recorrían las calles de Roma conduciendo personalmente sus calesines, se paraban a conversar bajo los pórticos y ofrecen al transeúnte —dice Ovidio— el delicioso espectáculo de sus hombros desnudos.


Las «intelectuales» florecían. Teófila, la amiga de Marcial, hubiera ganado de seguro los cinco millones al «Lascia o raddoppia»   en materia de filosofía estoica. Sulpicia escribía versos, naturalmente de amor. Y había, asimismo, las soroptimists que organizaban clubs femeninos, los llamados colegios de las mujeres, donde se daban conferencias sobre los deberes para con la sociedad, como sucede en todas las sociedades donde los deberes no se observan ya.
 
SULPICIA
Se engordaba. La estatuaria de ese período, comparándola con la de la Roma estoica, toda de figuras secas y angulosas, nos muestra una humanidad entumecida y abotagada por el ocio y por las indulgencias dietéticas. La barba ha desaparecido, los tonsores se han multiplicado, el primer afeitado es una fiesta inaugural en la vida del hombre. El cabello, la mayoría se lo hace cortar todavía al cero, pero hay unos elegantones que en cambio se lo dejan crecer, anudándoselo luego en trencitas. La toga purpúrea se ha convertido en monopolio exclusivo del emperador. Todos los demás llevan ahora una túnica o blusa blanca y sandalias de cuero a «la caprense», o sea con el cordón enfilado entre los dedos.


La moda femenina se ha complicado. La señora de cierta alcurnia no emplea menos de tres horas y de media docena de esclavas para emperifollarse. Buena parte de la Literatura está dedicada a ilustrar este arte, y los cuartos de baño están atestados de navajas, tijeras, cepillos, cepillitos, cremas, polvos de arroz, cosméticos y jabones. Popea había inventado una careta nocturna empapada en leche para mantener tersa la piel del rostro, la cual llegó a ser de uso común. Y el baño de leche era normal, hasta el punto de que los ricachones viajaban seguidos por manadas de vacas para tenerla siempre fresca a su disposición. Especialistas a lo Hauser predicaban dietas, gimnasia, baños de sol, masaje contra la celulitis. Y hubo tonsores que labraron su fortuna inventando algunos peinados originales: pelo hacia atrás, anudado a la nuca  o graciosamente sostenido por una redecilla o una cinta.


La ropa interior era de seda o de lino. Y empezaba a hacer su aparición el sostén. Medias no se usaban. Pero los zapatos eran complicados, de cuero suave y ligero, con tacón alto para remediar el defecto de las mujeres romanas, que es también el de las italianas: el trasero bajo; y con recamados de filigrana de oro.


En invierno usaban pellizas, que eran el regalo de los maridos o de los amantes desplazados en las provincias septentrionales, especialmente en la Galia y la Germania. Y en todas las estaciones se hacía gran exhibición de alhajas que era la gran pasión de aquellas damas. Lolia Pallina andaba por ahí con cuarenta millones de sestercios, o sea dos mil millones de liras, desparramados encima de ella en forma de piedras preciosas, de las cuales Plinio enumeró más de cien especies. Habla asimismo «imitaciones» que al parecer eran obras maestras. Un senador fue proscrito por Vespasiano porque lucía en el dedo un anillo con un ópalo de ciento cincuenta millones de liras. El severo Tiberio intentó poner freno a ese exhibicionismo, pero tuvo que rendirse; de abolir la industria del lujo, se corría el peligro de precipitar a Roma en una crisis económica.


La decoración de la casa estaba a tono con esas magnificencias y acaso las superaba. Un palacio digno de este nombre tenía que tener un jardín, un pórtico de mármol, no menos de cuarenta habitaciones, entre ellas algún salón con columnas de ónice o de alabastro, piso y techo de mosaico, paredes taraceadas con piedras costosas, brocados orientales (Nerón compró por valor de trescientos millones de liras), jarras de Corinto, lechos de hierro forjado con mosquiteros, y algunos centenares de criados: dos detrás del asiento de cada huésped para servirle la comida, dos para quitarles simultáneamente los zapatos cuando se acostaban, etc.


El gran señor romano de aquellos tiempos se levantaba por la mañana sobre las siete y como primera actividad recibía durante un par de horas a sus clientes, ofreciendo la mejilla al beso de cada uno de ellos. Luego hacía la primera colación, muy sobria. 


Y por fin recibía las visitas de amigos y las devolvía. Ésta era una de las obligaciones más rígidamente observadas por la social life romana. Negarse a asistir a un amigo mientras extendía el testamento, o a participar en las bodas de sus hijos, o a leer sus poesías, o a apoyar su candidatura, o a avalar sus letras de cambio, era una ofensa que redundaba en descrédito. Sólo después del pago de estas deudas podía pensarse en los propios asuntos personales.


Esa regla era válida asimismo para la gente de condición más modesta, la de la burguesía media. Ésta trabajaba hasta mediodía, tomaba un refrigerio ligero, a la americana, y volvía al trabajo. Pero todos, quién antes, quién después, según el oficio y el horario, acababan por encontrarse en las termas públicas para el baño. Ningún pueblo ha sido jamás tan limpio como el romano. Cada palacio tenía su piscina privada.


 Pero había más de mil públicas, a disposición de la gente vulgar, con capacidad media de mil usuarios a la vez. Estaban abiertas desde el alba hasta la una de la tarde para las mujeres, y desde las dos hasta el crepúsculo para los hombres, hasta que se volvieron promiscuas. La entrada costaba diez liras, servicio incluido. Se desnudaban en una cabina, iban a hacer ejercicios de pugilato, de jabalina, baloncesto, salto y lanzamiento de disco en la palestra; luego, entraban en la sala de masaje. 


Y al final empezaba el baño propiamente dicho, que seguía una severa regla litúrgica. Primero se entraba en el tepidarium de aire tibio; luego en el calidarium de aire cálido; después en el laconicum de vapor hirviente, donde se hacía consumo de una novedad recién importada de las Galias: el jabón. Y, por fin, para provocar una sana reacción de la sangre, se echaban a nadar en el agua helada de la piscina.

Después de lo cual se secaban, se untaban de aceite, se vestían y pasaban a la sala de juego a hacer una partida de ajedrez o de dados, o a la de conversación para charlar un ratito con los amigos que se sabía con certeza encontrar o al restaurant a hacer una buena comidita que, hasta cuando era sobria, consistía al menos en seis platos, de ellos dos de cerdo. La consumían tendidos en los triclinios, especie de divanes de tres patas, con el cuerpo extendido para que descansase de los ejercicios efectuados poco antes, el brazo izquierdo apoyado sobre la almohada para sostener la cabeza y el derecho estirado para coger las viandas de sobre la mesa. La cocina era pesada, con muchas salsas de grasa animal. Pero los romanos tenían el estómago sólido y lo demostraban en ocasión de los banquetes que celebraban con mucha frecuencia.


Se iniciaban a las cuatro de la tarde y duraban hasta avanzada la noche, y a veces hasta el día siguiente. Las mesas estaban cubiertas de flores y el aire lleno de perfumes. Los servidores, con ricos uniformes, tenían que ser, por lo menos, en doble número que los invitados. No se admitían más que pitanzas raras y exóticas. «De peces —decía Juvenal— se requieren aquellos que cuestan más que los pescadores.» La langosta roja se llevaba el premio, pues la pagaban hasta a sesenta mil liras cada una, siendo Vedio Polión el primero que intentó su cría. Las ostras y las pechugas de tordo eran platos obligados. Y Apicio se hizo una posición en la sociedad inventando un plato nuevo: el paté de foie gras, engordando las patos a fuerza de higos. Era un hombre curioso el tal Apicio; devoró en comidas un patrimonio colosal, y cuando lo vio reducido a sólo mil millones, se suicidó considerándose caído en la miseria.


En aquellas ocasiones el banquete se convertía en orgía, el anfitrión ofrecía en don objetos preciosos a los huéspedes, y los criados pasaban por entre las mesas distribuyendo eméticos que provocaban el vómito y permitían empezar a comer de nuevo.


El eructo estaba permitido. Es más, era un signo de aprecio de las bondades del yantar.