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martes, 15 de septiembre de 2015

LOS GODOS DEL EMPERADOR VALENTE ( ARTÍCULO DE ARTURO PÉREZ-REVERTE, REFERENTE A LA ACTUAL DECADENCIA DE EUROPA, SUS CAUSAS Y CAUSANTES )


En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas de Atila. Por diversas razones -entre otras, que Roma ya no era lo que había sido- se les permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados, esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces. En los meses siguientes, aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. Así que dos años después de cruzar el Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al emperador Valente y destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus nietos destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que quedaba del imperio romano.


EL EMPERADOR FLAVIO VALENTE

Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado. Que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para comprender. Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre, por ambición, por presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos. Así se mantuvieron hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte. El problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente (el imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán, que florece en la Iglesia medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso -Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire- tiene fecha de caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada más.



Pagamos nuestros pecados. La desaparición de los regímenes comunistas y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en el Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares donde las palabras Islam y Rais -religión mezclada con liderazgos tribales- hacen difícil la democracia, pusieron a hervir la caldera. Cayeron los centuriones -bárbaros también, como al fin de todos los imperios- que vigilaban nuestro limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros -en el sentido histórico de la palabra- que cabalgan detrás. Eso nos sitúa en una coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron vencidos, se transformaron o desaparecieron. Y los pocos centuriones que hoy quedan en el Rhin o el Danubio están sentenciados. Los condenan nuestro egoísmo, nuestro buenismo hipócrita, nuestra incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o temprano, también por simple ley natural, por elemental supervivencia, esos últimos centuriones acabarán poniéndose de parte de los bárbaros.



A ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta guerra, no se van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social, religiosa, política, lo impide. Y quienes empujan por detrás a los godos lo saben. Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo. Nuestra civilización, afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean oenegés, no fuerzas militares. Toda actuación vigorosa -y sólo el vigor compite con ciertas dinámicas de la Historia- queda descartada en origen, y ni siquiera Hitler encontraría hoy un Occidente tan resuelto a enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939. Cualquier actuación contra los que empujan a los godos es criticada por fuerzas pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como falta de realismo histórico, se oponen a eso. La demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias. Detalle significativo: las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son para frenar la emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar con seguridad las costas europeas. Todo, en fin, es una enorme, inevitable contradicción. El ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y no tolera cierta clase de injusticias o crueldades. La herramienta histórica de pasar a cuchillo, por tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por fortuna para la humanidad. Por desgracia para el imperio.



Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. Vivimos la absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida. Pero las cosas no son tan simples. Los godos seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre. Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y la enriquecen; si son muchos, la transforman o la destruyen. No en un día, por supuesto. Los imperios tardan siglos en desmoronarse.



Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los godos, cuando son demasiados, en el interior del imperio. Los conflictos derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que es justo y lógico disfruten. Pero ni en el imperio romano ni en la actual Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios confortables. Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la varita mágica y arrugado el cucurucho. Donde no todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo que ambicionamos. Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van convirtiendo en polvorines con mecha retardada.



 De vez en cuando arderán, porque también eso es históricamente inevitable. Y más en una Europa donde las élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos analfabetos y populistas de todo signo, según sopla, copan el poder. El recurso final será una policía más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas que perder. Eso alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas. De aquí a poco tiempo, los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y también los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del hambre, la opresión y la injusticia. También parte de la población romana -no todos eran bárbaros- ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos o por propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia a todos por igual. 



Y es que no hay forma de parar la Historia. «Tiene que haber una solución», claman editorialistas de periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo explica en los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad, lo nuevo es lo olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que a veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos tiempos, nuevos bárbaros. Mucho quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo; pero la Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte.



 Quizá con el tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos aquí para comprobarlo. Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo hay dos actitudes razonables. Una es el consuelo analgésico de buscar explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo. Como ese romano al que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar. 



La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez, valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para que se adapten a lo inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el mundo que se extingue. Dándoles herramientas para vivir en un territorio que durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso. Para que peleen por aquello en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual. Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen, romanos conscientes -llegado el caso- de la digna altivez del suicidio. Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de Walt Disney. Ya es hora de que en los colegios, en los hogares, en la vida, hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.


lunes, 14 de septiembre de 2015

¡EL MOTÍN ES ALTA TRAICIÓN! ( EL MOTÍN DE LA NOVENA LEGIÓN DE CAYO JULIO CÉSAR)




-Estoy aquí para aclarar una ignominia -exclamó con aquella voz aguda y de gran alcance que había descubierto que llegaba más lejos que su natural tono grave-. Una de mis legiones se ha amotinado. La estáis viendo aquí en su totalidad, representantes de mis otras legiones. Se trata de la novena.

Nadie comenzó a murmurar a causa de la sorpresa, pues los rumores siempre corrían, aunque los hombres estuvieran acuartelados en campamentos diferentes.



-¡La novena! Que son veteranos de toda la guerra en la Galia Comata, una legión cuyos estandartes gimen a causa del peso de las condecoraciones al valor, cuya águila ha sido coronada de laurel una docena de veces y a cuyos hombres siempre he llamado mis muchachos. Pero la novena legión se ha amotinado. Sus hombres ya no son mis muchachos. Son chusma, agitados y vueltos contra mí por demagogos disfrazados de centuriones. i Centuriones! ¿Cómo llamarían aquellos dos magníficos centuriones, Tito Pullo y Lucio Voreno, a estos hombres mugrientos que los han sustituido al frente de la novena? -César adelantó la mano y señaló algún lugar cercano a él-. ¿Los veis, hombres de la novena? ¡Tito Pullo y Lucio Voreno! Se marcharon para cumplir el honroso deber de entrenar a otros centuriones aquí en Plasencia, pero hoy están presentes aquí para llorar ante el deshonor en que se ha sumido su antigua legión. ¿Veis sus lágrimas? ¡Lloran por vosotros!. Pero yo no puedo hacer lo mismo. Estoy demasiado lleno de desprecio, demasiado consumido por la ira. La novena ha roto mi historial, hasta ahora perfecto. Ya no puedo decir que ninguna de mis legiones se ha amotinado jamás. -No se movió. Las manos permanecían junto a los costados-. Representantes de mis otras legiones, os he reunido para que presenciéis lo que voy a hacer con los hombres de la novena. Ellos me han informado de que no piensan moverse de Plasencia, que desean ser licenciados aquí y ahora, que se les pague y se les liquide, incluida su parte del botín de una guerra de nueve años. Bien, pues tendrán esa licencia que piden... ¡pero no será una licencia con honor! Su parte del botín de esa guerra de nueve años será repartida entre mis legiones leales. ¡No recibirán tierras, y despojaré hasta el último de ellos de su ciudadanía! Yo soy el dictador de Roma. Mi imperium es superior al imperium de los cónsules, superior al de los gobernadores. Pero yo no soy Sila, y no abusaré del poder inherente a la dictadura. Lo que hago hoy aquí no es abusar de ese poder, sino que ésta es la decisión justa y racional de un comandante en jefe cuyos soldados se han amotinado.



»Soy bastante tolerante. ¡No me importa si mis legionarios apestan a perfume y se dan unos a otros por el culo con tal de que luchen como gatos salvajes y permanezcan completamente leales a mí! Pero los hombres de la novena son desleales. Los hombres de la novena me han acusado de engañarles deliberadamente y de privarles de sus derechos. ¡Me han acusado a mí! ¡A Cayo Julio César! ¡A su comandante en jefe durante diez largos años! ¡Mi palabra no es lo bastante buena para la novena! ¡La novena se ha amotinado! -La voz se le hizo más potente y rugió, algo que nunca había hecho en una asamblea de soldados-. ¡NO ESTOY DISPUESTO A TOLERAR EL MOTIN! ¿Me oís? ¡NO ESTOY DISPUESTO A TOLERAR EL MOTÍN! ¡El motín es el peor crimen que los soldados pueden cometer! ¡El motín es alta traición! ¡Y trataré el motín de la novena como alta traición! ¡Despojaré a esos hombres de sus derechos y de su ciudadanía! ¡Y los diezmaré! Aguardó hasta que las voces que le hacían eco se apagaron. Nadie producía sonido alguno excepto Pullo y Voreno, que lloraban. Todos los ojos estaban clavados en César.



-¿Cómo habéis podido? -le gritó luego a la novena-. ¡Oh, no tenéis ni idea de lo profundamente que les he agradecido a todos nuestros dioses que Quinto Cicerón no esté hoy aquí!. Pero ésta no es su legión; estos hombres no pueden ser los mismos que mantuvieron a raya a cincuenta mil nervios durante más de treinta días, los mismos que resultaron todos heridos, que enfermaron todos, que vieron cómo sus alimentos y sus enseres ardían envueltos en llamas... ¡Y SIGUIERON LUCHANDO COMO SOLDADOS! ¡No, éstos no son los mismos hombres! ¡Estos hombres son quejicas, avariciosos, mezquinos e indignos! ¡No llamaré a hombres así mis muchachos! ¡No los necesito! -Adelantó ambas manos-. ¿Cómo habéis podido? ¿Cómo habéis podido creer a los hombres que iban haciendo correr rumores entre vosotros? ¿Qué os he hecho yo para merecer esto? Cuando vosotros teníais hambre, ¿comía yo mejor? Cuando vosotros teníais frío, ¿dormía yo caliente? Cuando teníais miedo, ¿os ridiculicé? Cuando me necesitabais, ¿no estuve siempre allí? Cuando os di mi palabra, ¿alguna vez me eché atrás? ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? -Las manos le temblaban, por lo que apretó los puños-. ¿Quiénes son esos hombres que están entre vosotros, esos hombres a quienes creéis antes que a mí? ¿Qué laureles llevan en la frente que yo no haya llevado? ¿Son los campeones de Marte? ¿Son hombres más importantes que yo? ¿Os han servido ellos mejor que yo? ¿Os han enriquecido más de lo que os he enriquecido yo? No, todavía no habéis recibido vuestra parte del botín triunfal... ¡No lo ha recibido ninguna de mis legiones! ¡Pero habéis recibido mucho de mí a pesar de eso! ¡Primas en efectivo que saqué de mi propia bolsa! ¡Yo os doblé la paga! ¿Acaso tenéis pagas atrasadas? ¡No! ¿No os he compensado por la falta de botín que una guerra civil prohíbe? ¿Qué he hecho? -Dejó caer las manos-. La respuesta es, novena, que no he hecho nada para merecer un motín, aunque el motín fuera una prerrogativa aceptada. Pero es que el motín no es una prerrogativa aceptada. ¡EL MOTÍN ES ALTA TRAICIÓN, y lo sería aunque yo fuera el comandante en jefe más tacaño y más cruel de toda la historia de Roma! Me habéis escupido encima. Yo no os dignifico si os escupo a mi vez. ¡Simplemente os digo que sois indignos de ser mis muchachos!


Una voz se hizo oír; era la de Sexto Cloacio, a quien las lágrimas le corrían por la cara.

-¡César, César, no! -exclamó llorando al tiempo que salía de la primera fila y subía al estrado-. Puedo soportar que me licencies. Puedo soportar perder el dinero. Puedo soportar incluso ser diezmado si me toca en suerte. ¡Pero no puedo soportar no ser uno de tus muchachos!




Salieron todos, los diez hombres que habían formado la delegación de la novena, llorando, suplicando perdón, ofreciendo morir sólo porque César los llamase sus muchachos, les siguiera concediendo el respeto de antes. El dolor se extendió, los soldados rasos sollozaban y gemían. Auténtico, de corazón.



¡Son como niños!, pensó César mientras escuchaba, mecido por palabras bellas salidas de bocas sucias, timado como los apuflos reunidos con charlatanes. Eran niños. Valientes, duros, a veces crueles. Pero no hombres en el verdadero sentido de la palabra. Eran niños. Les dejó que se desahogasen.

-Muy bien -les dijo después-. No os licenciaré. No os consideraré a todos culpables de alta traición. Pero hay condiciones. Quiero a los ciento veinte cabecillas de este motín. A todos ellos se les expulsará del ejército y todos perderán la ciudadanía. Y los diezmaré, lo que significa que doce de ellos morirán de la manera tradicional. Que salgan ahora.




Ochenta de ellos formaban la centuria entera de Carfuleno, la primera de la séptima cohorte; entre los otros cuarenta se contaban los centuriones amigos de Carfuleno, y Cloacio y Aponio. Las suertes para escoger a los doce hombres que morirían fueron amañadas, pues Sulpicio Rufo había hecho sus propias averiguaciones para saber quiénes eran los cabecillas. Uno de los cuales, el centurión Marco Pusión, no estaba entre los ciento veinte hombres que la novena había indicado.

-¿Hay aquí algún hombre inocente? -preguntó César.

-¡Sí! -le respondió una voz a gritos desde las profundidades de la novena legión-. Su centurión, Marco Pusión, lo ha nombrado. ¡Pero Pusión es culpable!

-Sal, soldado -le ordenó César. El hombre inocente salió. -Pusión, ocupa su lugar.




A Carfuleno, Pusión, Apicio y Escapcio les tocó en suerte morir; los otros ocho condenados eran todos soldados rasos, pero estaban muy implicados. La sentencia se cumplió de inmediato. En cada grupo de diez hombres acusados, a los nueve a quienes les tocó en suerte vivir se les dieron porras y se les ordenó que aporrearan a aquel de su grupo que había sido condenado a muerte hasta que quedase convertido en pulpa irreconocible.

-Bien -dijo César cuando todo acabó. Pero en realidad no estaba bien: nunca más podría volver a decir que sus tropas nunca se habían amotinado-. Rufo, ¿me has preparado una listarevisada de la jerarquía de los centuriones?

-Sí, César.

-Pues reestructura tu legión de acuerdo con ella. Hoy he perdido a más de veinte centuriones de la novena.

-Pues me alegro de que no hayamos tenido que perder a la novena entera -le dijo Cayo Fabio dejando escapar un suspiro-. ¡Qué asunto tan espantoso!




-Todo por un hombre auténticamente malo -apuntó Trebonio con la cara más triste de lo habitual-. De no haber sido por Carfuleno, dudo que esto hubiera ocurrido.

-Quizá, pero el hecho es que ha ocurrido -sentenció César con voz dura-. Nunca perdonaré a la novena.

-César, no todos ellos son malos -le aseguró Fabio, un poco perturbado.

-No, son simplemente niños. Pero ¿por qué la gente espera que a los niños se les perdone? No son animales, son miembros de la gens humana. Por ello deberían ser capaces de pensar por sí mismos. Nunca perdonaré a la novena legión. Y los hombres que la forman lo descubrirán cuando esta guerra civil acabe y yo los licencie. No recibirán tierras en Italia ni en la Galia Cisalpina. Pueden irse a una colonia cerca de Narbona.

Hizo un gesto de despedida con la cabeza.

Fabio y Trebonio se dirigieron juntos a sus tiendas, muy callados al principio.




Por fin Fabio habló:

-Trebonio, ¿son imaginaciones mías o puede ser que César esté cambiando?

¿Quieres decir endureciéndose?

-No estoy seguro de que ésa sea la palabra más adecuada. Quizá... sí, más consciente de que es especial. ¿Crees que eso tiene sentido?

-Desde luego.

-¿Por qué?

-Oh, pues por la marcha de los acontecimientos -le explicó Trebonio-. A un hombre inferior a él lo habrían destrozado. Lo que ha hecho que César se haya mantenido de una pieza es que nunca ha dudado de sí mismo. Pero el motín de la novena ha roto algo dentro de él. Nunca había ni soñado siquiera que sucediera. No creía que nunca, nunca pudiera sucederle a él. En muchos aspectos, creo que esto ha sido para César más traumático que cruzar el Rubicón, ese río insignificante.

-Sigue creyendo en sí mismo.

-Seguirá haciéndolo incluso cuando se esté muriendo -le aseguró Cayo Trebonio-. Pero el día de hoy ha empañado la idea que tenía de sí mismo. César quiere la perfección. Nada debe empequeñecerlo.

-Cada vez pregunta con más frecuencia por qué nadie quiere creer que él es capaz de gana resta guerra -comentó Fabio frunciendo el ceño.

-Porque cada vez está más enojado ante la necedad de la gente. ¡Imagínate, Fabio, cómo debe ser el saber que no hay nadie igual que tú, que esté a tu altura! Pues César lo sabe. ¡Él puede hacer cualquier cosa! Lo ha demostrado demasiadas veces para enumerarlas. Lo que en realidad quiere es que se le reconozca como lo que es. Pero eso no sucede. Lo que recibe es oposición, no reconocimiento. Ésta es una guerra para demostrarle a la gente lo que tú y yo, y por supuesto César, ya sabemos. Ha cumplido los cincuenta y todavía está batallando por lo que considera que se le debe. No es de extrañar, creo yo, que se le esté endureciendo la piel.

( ESCRITO POR COLLEEN MCCULLOUGH, EN SU OBRA “CÉSAR”)







viernes, 11 de septiembre de 2015

VENTA DE DOS ESCLAVAS, A BENEFICIO DE LAS VIUDAS Y HUÉRFANOS DE LOS LEGIONARIOS


GANANCIAS DESTINADAS EN FAVOR DE LA RECAUDACIÓN PARA EL FONDO DE VIUDAS Y HUÉRFANOS DE LAS LEGIONES.

SE SUBASTAN UN PAR DE HERMOSAS ESCLAVAS EN MUY BUEN ESTADO DE SALUD, APTAS PARA TODA CLASE DE TAREAS DE LAS DOMUS PARTICULARES.

LAMENTAMOS MUCHO QUE PARA EVITAR LA CENSURA DE LAS MENTES RETROGADAS, LES HEMOS TENIDO QUE TAPAR SUS PARTES MÁS MAJAS.

QUEDA ABIERTA LA SUBASTA.



sábado, 5 de septiembre de 2015

POMPEYO Y EL SENADO ROMANO HAN DECLARADO FORMALMENTE QUE CAYO JULIO CÉSAR ES UN ENEMIGO DE ROMA


"¡Soldados! ¡Pompeyo y el Senado Romano han declarado formalmente que Cayo Julio César es un enemigo de Roma! ¡Han declarado que soy un criminal! ¡Han declarado de hecho que todos vosotros sois unos criminales! ¡El Tribuno no pudo ejercer su derecho al veto! ¡El Tribuno del Pueblo, Marco Antonio, y 50 hombres de la 13ª fueron asaltados por 1000 hombres de la escoria de Pompeyo! ¡Un Tribuno de la Plebe asaltado en la escalinata del propio Senado! ¿¡Podéis imaginar un sacrilegio peor!? ¡Nuestra querida República está en manos de unos dementes!, es un día triste, y yo estoy en una encrucijada de caminos: puedo obedecer la ley y rendir mis armas al Senado y ver como la República cae en la tiranía y el caos, ¡o puedo optar por volver con la espada en la mano y echar a esos maníacos hasta la Roca Tarpeya!"




viernes, 4 de septiembre de 2015

LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO, EN 476


 

La deposición del emperador Rómulo Augústulo por Odoacro, rey de los hérulos, se suele considerar como la fecha oficial del fin del Imperio Romano

 

Tal día como el 4 de septiembre del año 476 Rómulo Augústulo, emperador del Imperio Romano de Occidente, fue despojado de su condición por Odoacro, rey de los hérulos. Después de décadas de gran inestabilidad el Imperio de Occidente sucumbió víctima de convulsiones políticas, económicas y sociales. Tras la deposición del emperador, Odoacro envió al emperador del Imperio Romano de Oriente, Zenón, las insignias imperiales como símbolo de la reunificación formal del Imperio. 


Sin embargo el Estado romano no era más que un recuerdo en Occidente, donde diferentes pueblos germánicos estaban construyendo reinos que no reconocían la soberanía de los emperadores de Constantinopla. El Imperio Romano de Oriente sobreviviría como Imperio Bizantino hasta el año 1453.

 

La caída del Imperio romano y la génesis de Europa coinciden con el cambio geopolítico más importante del Mediterráneo occidental durante el primer milenio de nuestra era. El Imperio romano atravesaba una situación difícil, por lo que resultó imprescindible negociar con los pueblos bárbaros, acceder a sus peticiones económicas e incluso pactar las condiciones de su asentamiento temporal en territorio romano.

 

El Imperio occidental había dejado de existir realmente desde hacía varias décadas, por lo que la deposición del último emperador romano fue solo la consecuencia final de un lento proceso de disolución, caracterizado por la apatía de la sociedad romana respecto a la política exterior, la incapacidad del Estado para contener las penetraciones bárbaras, así como la transformación de las estructuras políticas y sociales del Imperio, conformando lo que se ha llamado la Antigüedad tardía.

 

La deposición del último emperador romano Rómulo Augusto por el caudillo hérulo Odoacro en septiembre de 476 apenas tuvo eco en la sociedad de la época. Probablemente este hecho tenga que ver con la ausencia en ese momento de una verdadera literatura germánica, que lo hubiera ensalzado como gesta nacional.

 

Se ha considerado la penetración bárbara como el motivo principal de la desaparición del Imperio romano de Occidente, así como de la destrucción de la civilización antigua. El asentamiento de grandes masas de población en las provincias se confunde en la historiografía antigua con las invasiones violentas que, en realidad, son solo su consecuencia. Los primeros testimonios de migraciones de pueblos los tenemos en el reinado de Marco Aurelio (161-180), una vez sofocados los grandes conflictos internos de la primera mitad del siglo II: burgundios, catos, marcomanos y otros pueblos que habitaban las regiones limítrofes del Imperio encontraron unas provincias muy desguarnecidas militarmente, y obligaron a Roma a abrir varios frentes de lucha. Donde se evidenciaba el fracaso político y militar se tuvieron que llevar a cabo los primeros tratados que permitieron el asentamiento de pueblos enteros en territorio romano.

 

Estas grandes incursiones desde los territorios orientales se vieron acompañadas al poco tiempo por otras de carácter masivo en Occidente, protagonizadas por godos, alamanes, francos, cuados y sármatas. Algunos bárbaros fueron absorbidos mediante pactos en el ejército romano, y otros continuaron con el pillaje. A fines del siglo III se había consolidado la práctica de donación de territorios a los bárbaros, después de que estos presionasen de manera violenta sobre las fronteras, a la manera que los romanos de la época entendían como invasión.

 

Las grandes invasiones comenzaron en el 401, con la irrupción de los vándalos. Luego llegaron los visigodos, en el 403, los suevos, en el 406, los burgundos, en el 409, y en el 410 los visigodos de Alarico saquearon Roma. 

GUERREROS VISIGODOS

Esta vez las invasiones no fueron simples razias, sino que los invasores se asentaron en el territorio: los suevos en la Gallaecia, los visigodos en Hispania, los francos en Galia, los ostrogodos en Italia, los burgundios en los Alpes, los vándoles en Mauritania, etcétera. La crisis política romana era tal que los visigodos llegaron a combatir en nombre del Imperio romano. En 476 el Imperio romano había sucumbido en Occidente, aunque mantendría en Oriente.

 

Algunas instituciones como la Iglesia fueron el vínculo de continuidad y legitimidad entre el Imperio y los nuevos reinos, aunque el Estado había desaparecido ante los vínculos de fidelidad personal que estructuraban.



EMPERADORES ROMANOS:



miércoles, 2 de septiembre de 2015

LIVIA DRUSILA, ESPOSA DE OCTAVIO AUGUSTO

Livia Drusa Augusta, Livia Drusila o Julia Augusta (59/58 a. C.-29 d. C.), fue la tercera esposa del emperador Augusto. Era hija de Marco Livio Druso Claudiano, el cual se suicidó en la batalla de Filipos.
 
Se casó en primeras nupcias con Tiberio Claudio Nerón, a quien dio dos hijos: Tiberio Claudio Nerón, futuro emperador, y Druso, gran general. Fue abuela de Germánico y Claudio, bisabuela de Calígula y Agripina la Menor y tatarabuela de Nerón.

 

Fue deificada por Claudio y recibió el título de Augusta después de que Tiberio se negase a hacerlo y a ejecutar su testamento, tarea que fue llevada a cabo por Calígula.
 
En 42 a. C., su padre la casó con Tiberio Claudio Nerón, su primo, de condición patricia, que luchaba con él en el lado de los asesinos de Julio César contra Octavio. Su padre se suicidó en la batalla de Filipos, junto con Cayo Casio Longino y Marco Junio Bruto, y su marido a continuación siguió luchando contra Octavio, ahora en nombre de Marco Antonio y de su hermano. En 40 a. C., la familia se vio obligada a huir de Italia con el fin de evitar las proscripciones octavianas, y se unió con Sexto Pompeyo en Sicilia, después de pasar a Grecia.
 
Sobrevivió a su segundo hijo Nerón Claudio Druso y a sus nietos: Germánico hijo de Druso el Mayor y a su primo Druso el Menor hijo de Tiberio.
 
Livia nació el 30 de enero1 del año 59 o 58 a. C.,2 hija de Marco Livio Druso Claudiano y su esposa Alfidia. Su madre, Alfidia, era hermana de Aufidio Lurco. En 42 a. C. su padre se suicidó en Filipos junto con Casio y Bruto, los asesinos de Julio César, que fueron derrotados por Octaviano y Marco Antonio.
 
El diminutivo de Drusila («la pequeña Drusa») hace pensar que pudiera tratarse de una segunda hija
 
En torno a 42 a. C., contrajo matrimonio con Tiberio Claudio Nerón, un primo suyo de familia patricia. Después de la Guerra Civil que siguió al asesinato de Julio César, Tiberio Claudio Nerón estaba en el bando contrario a Octavio; la familia sobrevivió a la persecución y se encontró con Augusto en 39 a. C. En aquellos momentos, Livia ya tenía un hijo, el futuro emperador Tiberio, y estaba embarazada del segundo, Druso el Mayor. La leyenda cuenta que Augusto se enamoró fulminantemente de ella, pues pasaba por ser una de las mujeres más bellas de su tiempo, y que se casaron un día después de que sus divorcios fueran anunciados. Aparentemente, Tiberio Claudio Nerón estuvo de acuerdo en ello y fue a la boda. La importancia del papel de los Claudios en la política de Augusto y la supervivencia política de Tiberio Claudio Nerón parecen las explicaciones más racionales para esta tempestuosa unión.

 

De cualquier modo, el matrimonio entre Livia y Augusto se mantuvo durante los siguientes 52 años, a pesar del hecho de que no tuvieron hijos, y ella siempre disfrutó del privilegio de ser la consejera de confianza de su esposo.
 
Después del suicidio de Marco Antonio tras la batalla de Accio en 31 a. C., Octaviano no encontró más oposición a su poder. Finalmente, y siempre con Livia a su lado, fue nombrado emperador de Roma con el título de Caesar Augustus. Juntos, establecieron el modelo de pareja romana. A pesar de su riqueza y de su poder, Augusto y su familia siguieron viviendo modestamente en su casa del Palatino. Livia fue el paradigma de la matrona romana: nunca llevó excesiva joyería ni vestidos pretenciosos, se ocupó de las labores domésticas y de su esposo -en ocasiones tejiendo ella misma sus ropas-, aunque intervino activamente en política, siendo considerada la mano derecha del emperador Augusto.
 
En 35 a. C., Augusto permitió a Livia administrar sus propias finanzas y le dedicó una estatua pública. Livia tuvo su propio círculo de clientes y colocó a muchos de sus protegidos en puestos oficiales, incluyendo al abuelo de Otón y al mismo Galba. A la muerte de su esposo, Livia logró que Tiberio, su hijo mayor, fuese investido emperador, tras las sospechosas muertes de otros miembros de la familia imperial. Sin embargo cuando murió, Tiberio recibió la noticia con frialdad, y no sólo no asistió a sus funerales, sino que prohibió que se le rindieran los honores correspondientes.
 
Livia desempeñó un papel vital en la formación de sus hijos Tiberio y Druso. La atención se centra por su parte en el divorcio de su primer marido, padre de ambos, en 39 a. C. Sería interesante conocer su papel en éste, así como en el divorcio de Tiberio y Vipsania en 12 a. C., debido a la insistencia de Augusto: si fue neutral o meramente pasiva, o si ella intervino activamente en este proceso, actos por los que Tiberio pudo guardarle rencor a su madre, ya que él se vio obligado a abandonar a la mujer que amaba por consideraciones dinásticas.
 
Durante su tiempo, Livia gozó de la popularidad del pueblo romano. Para ser más que la "mujer bonita", como se describe en los textos antiguos, Livia se sirve de la imagen pública de la idealización de las cualidades femeninas romanas, una figura maternal, y, finalmente, una diosa como la representación que alude a su virtud. Livia, que simboliza el poder en la renovación de la República con las mujeres y virtudes que muestra en público, tuvo un efecto espectacular en la representación visual del futuro imperial de la mujer como ideal de honorables madre y esposa romana, aunque después ha sido sospechosa del envenenamiento de muchos de estos personajes, entre ellos del de su hijastra Julia. "Se escuchó el rumor de que, cuando Marcelo, sobrino de Augusto, murió en 23 a. C., no fue por muerte natural, y que detrás de esto se encontraba Livia" (Dión Casio) 55.33.4). Uno por uno, todos los hijos de Julia y Marco Vipsanio Agripa habían muerto prematuramente: en primer lugar y, a continuación, Lucio y Cayo, a quienes Augusto había adoptado como hijos, con la intención de que fueran sus sucesores. Por último Póstumo Agripa, el menor, a quien Octavio había adoptado como hijo, también fue encarcelado por conspiración y finalmente muerto. Tácito y Dión Casio mencionan en sus obras estos rumores, pero Suetonio no hace mención de los mismos, ni hay pruebas suficientes para darlos por válidos.
 
No sería hasta el año 41 cuando su nieto Claudio, la reivindicaría con todos sus honores y se completaría su deificación, proclamándola Diva Augusta (La Divina Augusta), recibiendo como símbolo un carro tirado por elefantes, para transmitir su imagen en todos los juegos públicos. Se elevó una estatua en su honor en el templo de Augusto, junto con su marido y se celebraron carreras en su honor. Las mujeres romanas invocaban su nombre en sus juramentos sagrados. También tuvo su propio templo dedicado en la ciudad ática de Ramnunte.


Su divinización suponía un refuerzo al simbolismo de la familia imperial romana, haciéndola modelo virtuosa de matrona y al mismo tiempo, junto con la divinización de su marido, implicaba dar también carácter divino a sus descendientes de la dinastía Julia-Claudia.
 
En la novela Yo, Claudio de Robert Graves, Livia es uno de los personajes principales. A lo largo de la novela es mostrada como un personaje malvado, frío y calculador que recurre a todo tipo de estratagemas para alcanzar sus objetivos que se resumen en conseguir que su hijo Tiberio suceda a Augusto como emperador. El narrador de la historia, Claudio, la incrimina por múltiples asesinatos, la mayoría de ellos por envenenamiento, entre los que se encontraría el del propio Augusto.

 

Las sospechas del narrador se confirman cuando se lo confiesa poco antes de morir, cuando alegó que existía una necesidad de los mismos para evitar que Roma entrase de nuevo en una guerra civil, y le pide a Claudio que la proclame diosa para librarse de las torturas del Infierno.

En la novela La diosa mortal de Enrique Serrano se muestra una faceta más humana y mucho menos cruel de Livia. Como bien la define el autor, Livia fue una matrona romana, esposa, gobernante, madre, emperatriz y diosa, mortal pero de realizaciones inmortales.


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